“Lo más particular es esa señora que está ahí. Me la regaló mi primer amigo japonés. Es un fantasma bueno. Ella entra en la casa y te la ordena. Bien cosa de japonés, no hay nada mal en ellos”, dice Hugo Fattoruso, mientras nos muestra un cuadro que adorna la salita de ensayo de su casa, ubicada en La Comercial. Tiene de todo. Varios teclados, muchos cables que cuelgan del techo, parlantes, una batería, una foto de Carlos Gardel y hasta un yembé, un tambor africano con forma de copa. la diaria llegó justo cuando Hugo volvía de hacer sus mandados matutinos como cualquier hijo de vecino. Pero no sobre cualquiera se filma un documental.

¿Por qué creés que tu vida y obra valen un documental?

Si no existe eso, para mí es exactamente lo mismo. Lo que vale es lo que grabé en todos estos años. Ahí es donde deposito mi corazón y lo que fui aprendiendo. O sea, filmación... Capaz que no vale la pena mencionarlo. Si me filman cuando estoy ensayando con los músicos, me llena el corazón, porque eso es posta, tiene sustancia, no son laureles.

Tu forma de tocar es un sello, pero también tu sonido, sobre todo de sintetizador. ¿Lo buscaste?

Un poco, pero creo que las notas son las que definen más lo que hago, no tanto el sonido. Había una época en la que muchos tecladistas recibían un sintetizador y empezaban a ver cómo se programaba y se modificaba un sonido. Y a mí me preguntaban: “Che, ¿y ese sonido? Ah, es el 32”. O sea que las notas cuentan más, específicamente en lo que yo hago, que es muy simple. Toco con cualquier marca.

Te parece que tu música es simple; sin embargo, cuando improvisás, se nota que le metés cabeza.

Es un poco de cabeza, maña y darle y darle. Pero recalco que es simple, porque no estudié. Yo estudio la técnica de las manos. Es como hacer gimnasia, hago mis ejercicios para los dedos. Pero la parte académica no la conozco porque no estudié y no me hace falta para tocar lo que toco. Mi mundo es simple, porque es de tres minutos. Si dura cuatro es porque hay un solo de alguien. No son sinfonías de mil partes.

¿Seguís aprendiendo?

Claro, es infinito e insondable. Aunque pare de hacer todo lo que tengo que hacer, no me daría el tiempo. Agarro libros viejos y me pongo a leer un poco, porque se pierde la práctica de leer rápido. Si nosotros vemos escrito “sopa”, nadie deletrea s-o-p-a, y así pasa con la música. Yo antes leía más rápido que hoy en día, ahora deletreo.

Cuando versionás una canción, a veces la arreglás de una manera en la que se aleja del género original. Pienso, por ejemplo, en “Colombina”, con Laura Canoura, que es un tango. Es casi otra forma de componer.

El arreglador compone un poco o recompone. Obviamente, no podemos hacer la versión original. Me gusta ponerle sal, laurel, ajo, un poco de perejil y vino blanco.

Has grabado muchas versiones de temas de Jaime Roos. ¿Qué significa él para vos?

Es un maestro, en todo sentido. Trabajando con él se aprende mucho, es una persona que dedica el pensamiento para el rendimiento de la situación. Cuando viene y te dice “mirá, esto va por acá”, quedate tranquilo que va por ahí. Yo a Jaime le debo mucho. Me apañó cuando yo estaba aquí y no tenía laburo ni nada. No podía ni pagar el alquiler, me ayudaba mi hijo. Jaime me llevó a su banda, me dio trabajo. Y un detalle increíble fue que me hizo regresar al acordeón, que lo había dejado de tocar por décadas. Compuso un tema que a la postre fue “El hombre de la calle”, y me dijo: “Acá tenés que tocar acordeón”. Me reencontré con el instrumento y me enamoré. Ahora lo uso en mis toques y es increíble cómo les gusta a las diferentes audiencias.

Fue tu primer instrumento.

Sí, a los siete años. Un vecino tenía un grupo y ensayaban en la calle Nicaragua. Yo jugaba en la vereda y me iba a escucharlos. Como por arte de las coincidencias, les comenté a mis padres que quería tocar el acordeón. Así fue. Con sacrificio me compraron uno chico, para estudiante, que todavía tengo, pero se puede tocar bien, es un instrumento bueno, italiano.

¿Qué recordás de la época del Hot Club?

Fue una escuela fabulosa para lo que yo hago. Ahí nos familiarizamos con la improvisación, porque lo traía el estilo de lo que se tocaba, que era por el lado del bebop. Los músicos tocan lo que le llaman “el tema” y después cada uno improvisaba sobre la estructura. En aquella época los lugares eran específicos, les llamaban “club de jazz”, y estaba Círculo Jazzístico, Peña de Jazz y Hot Club. Como todavía no existía la televisión, la gente se juntaba mucho más socialmente. “¿Qué van a hacer hoy de noche? ¿A la casa de quién van a ir?”. Siempre había ese contacto. En el Hot Club la muchachada se reunía lunes, miércoles y viernes, y, para despuntar el vicio, a veces los domingos de tarde, porque no había mucho futbolero que fuera al estadio. Nos matábamos tocando. Era una muy buena práctica.

¿Cómo te llevaste con la noche?

Trabajé mucho en la noche, en Montevideo y en Estados Unidos. Con Opa trabajamos cuatro años y medio seguidos, de martes a domingo. Tocábamos covers de la radio, los Top Forty. Yo me ganaba la vida haciendo eso. Para ganarse la vida tocando lo de uno tenés que tener suerte. Yo trabajé mucho en Brasil como tecladista, por ejemplo, no tocaba covers pero tampoco mi música. Nunca tuve mi grupo ni mi show, siempre fui funcionario. También aprendí mucho allá.

Hablando de Opa: hace unos días escuché el disco en vivo de la reunión, en 1987, que salió en 2001. Hay una gran versión de “Botija de mi país”, con Ruben Rada.

Ese disco nunca lo escuché porque me agarré flor de calentura en el estudio. Borraron un solo de [Eduardo] Mateo, con el propio Mateo de acuerdo. Dijo “sí, yo toco otro solo”. “¿Pero por qué?, si está mortal”. Algunos que estaban ahí dijeron que estaba desafinado, pero era sublime el solo.

Te iba a comentar que la versión de “Groove” me pareció sublime.

Es que con esa banda... estaba Rada, Gary Gazaway... “Groove” es un tema que siempre va a andar bien. Pero por lo de Mateo, me fui en la mitad de la mezcla y nunca más escuché el disco. Me agarré una chupadera hasta con mi héroe, Mateo.

¿Cómo era Mateo en el trato?

Un marciano, todo el mundo lo sabe, de Júpiter. Él hablaba de otra cosa, no de música. Era un loco sano, un capo. En las reuniones lo de él era el humor, pero yo nunca hablé de música con él.

Qué raro. Uno imagina que cuando se juntaban todo esos nenes hablarían de música.

Eran unos delirios para divertirnos. Nos quedábamos de charla en los boliches hasta el amanecer. ¿Charlas de qué? No sé.

¿Extrañás algo de aquello?

Lo recuerdo con cariño, pero es una época imposible de repetir, porque yo no podría hacer eso hoy en día, mis tareas y mis mandados no me permitirían aquel tipo de bohemia infantil, de quedarse toda la noche charlando. Y tampoco me da el cuero.

¿Cómo te llevás con el canto?

Me encanta, pero la verdad soy medio perro. Cuando canto es porque no hay cantor. Alguien tiene que exponer la melodía y la letra, entonces, levanto la mano: “Voy, eh”.

¿Cuándo te das cuenta de que una música pinta para instrumental o precisa una letra?

Generalmente, el bosquejo ya define para qué lado va. Después uno le da un poco de forma para ver si sirve o si no. Me gustaría tener un peso por cada uno de los bosquejos que tengo, porque me paso en esto. Entre mandado y mandado, prendo el grabador y hago “pa pa pa” [toca el teclado], y después ni sé, tengo que andar buscando. Me suena adentro de la cabeza. Es fácil.

¿Nunca te costó más de la cuenta finalizar una composición?

No, porque son simples.

Seguís insistiendo con eso, pero hay música que es mucho más simple.

Claro, pero lo mío es muy accesible a cualquier nivel. Yo mido así: escucho algo, por ejemplo, que me mandan mis hijos, y digo: “¿Yo podría tocar en esta banda?”. A veces pienso que ni en pedo y en otras capaz que sí. Acaba de fallecer el guitarrista Allan Holdsworth. Si me llegaba a invitar, le decía: “Te llevo la guitarra, te la enchufo, y te llevo el agua”. Capisce?

¿Qué tenés de la cultura italiana?

Y... la passione, il cazzo. La cocina, pero igual eso está en todos los apellidos. La canzone napoletana, il cuore.

Los dos discos de estudio de Opa, Goldenwings (1976) y Magic Time (1977), los grabaron en Berkeley, California. Imagino que fue un impacto para ustedes.

Fue una alegría, era un estudio muy bien dotado, imaginate. Pero nosotros tomábamos mate, tocábamos música y hablábamos las tonterías de siempre. Fue una buena oportunidad. Y hasta hoy en día, en un recoveco por allá, en el kilómetro no sé cuánto, tocando en Japón, por ejemplo, siempre aparece alguien con un vinilo de Opa para que lo firme. Incluso hasta con algún disco de Los Shakers.

Va media hora de entrevista y todavía no habíamos mencionado a Los Shakers.

Lo que pasa es que el grupo ese era muy foráneo. Nos metimos de chiquilines a querer imitar algo imposible. Era como hacer un [Boeing] 747 en el garaje de mi casa. En el estilo, hay un puñado de temas que quedaron bien, pero no era nuestro. Ni local ni la idea. Y lo de imitar la ropa y todo eso de las morisquetas me rompe las bolas, pero ya lo hice. ¿Ahora qué voy a hacer? Lo que te puedo decir es que era sano, éramos infantiles. Así que no hay nada raro.

Ya que hablamos del tema “Groove”, el groove es algo muy presente en tu música. Eso no se estudia, se tiene en las manos.

Es verdad, pero la práctica ayuda. Yo tengo grabaciones de hace muchos años que nada, era un groove medio cangüeco. Ahora me parece que está un poco más centrado.

Tiene relación con la música negra, porque el tango no es de mucho groove.

No, guarda, no tiene ese groove, pero el paso y la cadencia son muy profundos. El que arrastra bien, arrastra bien, otros hacen “pum pum pum”, que es como hacerse la...

Los brasileños llevan el groove en la sangre.

Tienen mucha gracia. La melodía es fantástica, y la armonía, cómo la usan. ¿Cuántos estilos hay en la música brasileña? No tengo ni idea. Yo viajaba con Geraldo Azevedo y otros músicos nordestinos, y entre ellos hacían apuestas: “¿Y este ritmo de dónde es?”, decían el nombre, y otro contestaba: “No, de Maranhão”, “no, de Recife”. Es infinito. Samba carioca, samba paulista... Son trazos muy fuertes, te llenan el corazón.

¿Alguna vez hiciste algo que no fuera música? ¿Trabajaste de otra cosa?

Sí, de fotógrafo, mandadero con la moto, limpiador de restaurantes y mecánico. Pero era otra era. Hoy en día levanto un capó y sólo reconozco la batería. En Estados Unidos compré un [Volkswagen] Fusca por 300 dólares y tuve un problema con el motor, entonces, ya le entré a ver cómo era. Compraba motores que estaban rotos, por 13 dólares, y sacaba lo que tenía que sacar. Practiqué un poco con autos. Armaba motores con pedazos de otros. Trabajé como mecánico acá en la calle Médanos [hoy Javier Barrios Amorín].

Supongo que ya viste el documental. ¿Qué te pareció?

Sí. Yo hubiera mostrado más a los músicos, lo que consigue el grupo en sí. Hay poco de eso. Los locos me dijeron: “Pero no es de ahora”. Lo hacen con mucho cariño, no les voy a decir ni en pedo que cambien esto o lo otro, y ni sabría qué cambiar.

¿Descubriste algo nuevo por lo que dicen los entrevistados sobre vos?

No. Fijate que cuando le preguntan a una persona, la ponen en un aprieto. Nadie va a decir “Hugo Fattoruso es un culorroto”. Eso no va a ir en la película. Va a ir el que dijo “pa, loco, toca como la gran puta”.