Estamos en un momento en el que el desánimo, el sinsentido, la crispación y la atomización tiñen la práctica y el pensamiento. La cultura y la política en Uruguay están siendo notoriamente negligentes en sus funciones de producir ánimo, sentido, comunidad y crítica. La izquierda, especialmente, sufre entre la deriva conservadora de su gobierno, el agotamiento de sus agendas, el estancamiento de su pensamiento y el derrumbe de sus compañeras latinoamericanas.

La izquierda y la cultura uruguayas mantienen sin respuesta algunas preguntas muy básicas, quizá porque ni siquiera están planteadas. ¿Qué tiene que hacer la izquierda con la cultura? ¿Qué tiene que hacer la cultura con la izquierda? En suma, ¿qué es una cultura de izquierda?

La construcción histórica de hegemonía por parte de la izquierda uruguaya estuvo asociada a dos fenómenos paralelos: la densidad de la organización social en un mundo en común, que defendió la concepción y preservación de lo público como lugar privilegiado; y la construcción de una “izquierda nacional” que buscó producir su identidad en alianza con la cultura popular.

La hegemonía en la cultura que alcanzó la izquierda en los años 60 entró en crisis a la salida de la dictadura. Los ataques neoliberales contra el mundo en común lograron imponer subjetividades mercantiles e individualistas en sectores antes dedicados a lo público. El pop y la publicidad cuestionaron fuertemente a la cultura nacional (que también recibía ataques “por izquierda” desde la contracultura rockera), y al ocupar el lugar de lo nuevo privaron a la cultura popular anterior de su filo subversivo, transformándola en “sesentismo” melancólico, fosilizado y gris. La intelectualidad crítica y comprometida se transformó radicalmente al dedicarse a cultivar la excelencia para sus nichos académicos y artísticos transnacionales. La propia izquierda partidaria, al correrse al centro aceptando puntos centrales del consenso neoliberal, hizo que la pregunta por una cultura de izquierda perdiera potencia.

La izquierda, entonces, no logró imaginar un nuevo proyecto cultural, y se dividió entre quienes crearon desde las nuevas hegemonías que surgieron en los diferentes campos (pop, poscontracultura, alta cultura “contemporánea”, liberalismo tecnocrático) y quienes asumieron, con nostalgia y resentimiento, la reproducción de la cultura de la izquierda tradicional.

En el vacío que la izquierda dejó en la cultura avanzó un sentido común neoliberal que, al no ser nombrado como tal por una izquierda culposa, se hizo realidad, al punto de que hoy la publicidad, al servicio del poder empresarial, es el lugar donde convergen de manera más efectiva y creativa la ciencia, el arte y la política. La publicidad encuentra formas de llevar la vanguardia a las masas, de saber “lo que la gente quiere”, de estar “al día” con el primer mundo, de entretener traficando mensajes. En paralelo, domina también la retaguardia. Hace el trabajo de la hegemonía mejor de lo que lo podría haber soñado cualquier gramsciano.

La cultura de masas, al desfasarse de y desplazar a la cultura popular, quedó, entonces, librada a la producción mercantil de cultura. Algunas formas de cultura politizada (incluida la política misma) sobreviven, pero transformadas en productos mercantilizados privados de su potencial político. Esto le pasó tanto al “canto popular” como a la contracultura, la teoría crítica y las campañas electorales. Las victorias se convierten en paradojas, y las concesiones tácticas, en señas de identidad. La inmensa energía militante de las grandes movilizaciones de los últimos años ha quedado frustrada, y si bien el progresismo del gobierno ha habilitado avances significativos, el mensaje parece ser claro: no se avanzará más que lo que a ellos les parezca. Es constante el gesto avaro: cada avance vendrá con envenenadas concesiones. Un poco de ceniza, un gusto agrio, algo que no cierra. Un incendio a lo lejos. Cuando ganamos, perdemos.

Es raro que ocurra que artistas e intelectuales tengan al mismo tiempo visiones de izquierda sobre cómo trabajar en la cultura y capacidad de llegar a un gran público. Pareciera que hay que elegir entre una cosa y la otra. Las formas de politicidad del arte contemporáneo y la teoría crítica no pasan por su capacidad de relacionarse con los gustos y el pensamiento de la gente común. El arte contrahegemónico rechaza los parámetros de comunicabilidad del sistema, al punto de que la ininteligibilidad es vista como potencia. El debate se entrampa en la oposición entre elitismo y populismo, sin lograr trascenderla. La ciencia se prefiere legítima dentro de su campo especializado antes que transformadora, la política se prefiere ganadora antes que justa; el cómo ha desplazado al para qué, la autonomía (y la hegemonía), a la colaboración.

Así, el triángulo formado por la intelectualidad crítica, la cultura popular y la izquierda que se había construido en los 60 se disolvió, alejándose cada vez más cada uno de sus vértices. O, mejor dicho, la transformación de cada uno hizo que mutara su relación hasta hacerse irreconocible. Una intelectualidad ensimismada, una cultura mercantilizada y una izquierda burocratizada no pueden construir cultura de izquierda. La izquierda en el gobierno ve a la cultura como un sector de la economía a modernizar y a la intelectualidad como fuente de cuadros tecnocráticos. La alta cultura crítica y la cultura popular desconfían (con razón) la una de la otra.

Pero no se trata de reconstruir lo hecho en los 60, que mientras sea conservado como pieza de museo sirve a quienes quieren mostrar a la izquierda como algo anacrónico. Repetir aquello, necesariamente, es hacer otra cosa. Felizmente, lo nuevo aparece por todos lados. Nuevas generaciones de intelectuales desobedientes de las ortodoxias liberales y positivistas. Circuitos artísticos que apuestan a formas colectivas de creación de lo común. Ambientes de izquierda que desafían al centrismo ochentista. También reemergencias de la memoria de radicalismos enterrados. Nuevos pensamientos, nuevas sensibilidades y nuevas prácticas aparecen. Ya pasó demasiado tiempo sin que la cultura dominante fuera desafiada.

La cultura hace a nuestras formas de relacionarnos y de pensar, la política interviene en las materialidades que dan lugar a esas formas y a nuestras posibilidades de transformar el mundo transformándonos. No es posible pensar el mundo del futuro sin pensar en las tecnologías, ciencias, poéticas y políticas del presente.

Es por esto que la estética y la ciencia no son sólo un instrumento al servicio de la política, sino el plano en el que el mundo aparece, se hace tangible y visible. No es cuestión de transitar de la política a la estética o la ciencia (ni al revés), sino de, entre esos campos, tomar conciencia de las implicancias del neoliberalismo y del individualismo, de la violencia y la desigualdad que imponen, del impacto de los traumas de la dictadura y la transición en la personalidad de la izquierda, y de cómo nos estructuran la melancolía de izquierda, el consumo pop y la ciencia neoliberal que nos vende los límites de lo posible.

Necesitamos discutir cómo producimos cultura (arte, ciencia, vida, política) y para qué. Necesitamos discutir sobre la politicidad de nuestras prácticas. Necesitamos pensar qué podemos hacer. Y hacer. Estos desafíos no pueden ser resumidos en índices de consumo cultural, excelencia académica ni éxito electoral. Nos debemos un debate que provoque un encuentro entre esferas, que cause cortocircuitos a su interna, que desorganice los lugares asignados a la especialidad de cada campo, para inventar posibles estéticas de izquierda, politizaciones de la ciencia, politizaciones de la estética; es decir, nuevas formas de vida.