Luego de terminar El mar (2005), uno de sus mejores libros, el irlandés John Banville decidió comenzar a escribir una novela negra. Pronto notó que la fluidez del género, más necesariamente centrado en el argumento y en la acción, le permitía una agilidad mayor en la escritura y, cuando apareció en la lista breve de nominados para el prestigioso premio Booker (que ganaría), envió esa nueva obra de ficción a su editor, a quien le encantó. Al año siguiente sería publicada, a pesar de las recomendaciones de los publicistas, bajo el seudónimo Benjamin Black. ¿Por qué no aprovechaba la fama de su nombre, recientemente asociado con una de las distinciones más importantes de la literatura en lengua inglesa?; ¿era un gesto de condescendencia con el género, para separar la obra “literaria” de la “de entretenimiento”, la que gana premios de la que paga las facturas?; ¿era un mero chiste, un gesto, una pose?

Aparentemente, nada de eso. Como Banville ha dicho en muchas entrevistas, la distinción tiene más que ver con dos formas de encarar la obra narrativa: una centrada en la escritura misma y la otra en la trama (basta echar un vistazo para notar la abundancia de diálogo en unas novelas y su casi inexistencia en las otras, por ejemplo). La distinción, además, aleja la obra firmada como Black de algunos casos similares (JK Rowling escribiendo como Robert Galbraith, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como H Bustos Domecq o Agatha Christie como Mary Westmacott), porque el interés último es que no se piense en Black como una broma literaria, el juego paródico de un escritor consagrado, una necesaria reinvención o una deformación dentro de su bibliografía, sino como un autor independiente.

Así, desde El secreto de Christine (2006), Black (“el gemelo idiota”) se apoderó de parte de la producción de Banville (“el pretencioso”, como se llamaría en una respuesta a Rodrigo Fresán en 2009), y en diez años publicó nueve novelas (está programada para dentro de unos meses la edición de Wolf on a String), contra tres de Banville (de quien este año se publicará Mrs Osmond). De esos nueve libros de Black, siete son los que comprende, hasta ahora, la serie Quirke (cuyos primeros tres fueron adaptados en una serie de la BBC en 2014), que toma el nombre de su protagonista, un patólogo forense con tendencia al alcoholismo y una entreverada historia familiar, del que no conocemos el nombre de pila y que, por su curiosidad, se ve a menudo envuelto en misterios.

Lo cierto es que, casi como si fueran un manifiesto contra la moda imperante (asesinos en serie, complejos mecanismos de tortura, escenas sangrientas, personajes diabólicos, antihéroes ruinosos), en las aventuras de Quirke no pasa nada. Situadas en los años 50, son un lento devenir de conversaciones triviales, de paseos por una Dublín que tiene las cuatro estaciones en un día (algo fácilmente imaginable para el lector montevideano), de muertes que parecen accidentes, de desapariciones silenciosas, casi sin efusión de sangre.

La última hasta el momento, Even the Dead -“incluso los muertos”- en su versión original (y Las sombras de Quirke en su incomprensible traducción), se presenta de ese modo, con una limpieza de estilo y una elegancia modesta que son algo así como la marca distintiva de Black (y el opuesto total de Banville, que trabaja casi hasta la perfección cada frase) y una anécdota apenas interesante: un choque del que resultan un auto sospechosamente incendiado y su conductor muerto, una mujer embarazada que desaparece, un viejo patólogo que decide volver a su trabajo después de una licencia médica, y, en medio, algunas historias de amor, viejos recuerdos, enfermedades, almuerzos insulsos en pubs, discusiones sobre la Guerra Fría. Es decir: nada. Y, sin embargo, todo.

Porque mientras uno pasa las páginas, indolente, algo se va sedimentando: un mundo oscuro y secreto que se revela en detalles, en instantáneas. No hay ansias de grandeza en estos personajes, no hay grandes gestos magnánimos, no hay discursos sobre la justicia, sino la aceptación a la vez desalentada pero no claudicante (beckettiana) del fracaso de toda empresa humana. De esa manera, el mayor acierto de las novelas (que, por supuesto, recomiendo leer desde la primera) radica en la afirmación de que lo importante, como siempre, está en otro lado.

Tal vez Las sombras de Quirke, en un sentido estricto, no sea la mejor de la serie, pero sí reafirma el lugar central de Black entre los creadores más importantes del género, y es una pieza crucial para los fanáticos, que echa luz sobre el auténtico tema de las novelas -la relación entre el médico y su hija Phoebe-, a la vez que profundiza en subtramas que implican los turbios negocios eclesiásticos en una Irlanda ultracatólica y a la vez la historia familiar de los protagonistas, que se abre paso siempre en medio de la prosa con intensos relampagueos líricos. Y es que detrás de esos diálogos un poco amanerados, salpicados de frases a veces grandilocuentes, de esas descripciones vívidas y de las acciones inmediatas, mínimas, laten todas las posibilidades y todas las grandezas de la literatura.

Las sombras de Quirke

De Benjamin Black. Alfaguara, Buenos Aires, 2017. 312 páginas.