En un momento cerca del final de Los cuerpos dóciles, el abogado Alfredo García Kalb volantea en su auto y dice, enojado, “estoy harto de toda esta realidad”. Para cualquier película, sobre todo para un documental, tal declaración parecería una frase acartonada, un auténtico pecado de inverosimilitud, como un caballero con armadura cabalgando en algún feudo de la Edad Media y diciendo: “¡Pah, cómo amo el pasado!”. Sin embargo, García Kalb, alias Cacho, no es cualquier personaje, y alrededor de él está todo lo que no sólo permite jugársela a dicho comentario, sino que también resignifica y da otra profundidad al documental.

Sin héroe

García Kalb es abogado penalista y defensor de jóvenes infractores con bajos recursos, un trabajo en el que se mete de lleno, llevando su labor desde los tribunales hasta las propias villas, en las que pasa buena parte de su tiempo, cayendo a la casa de sus defendidos, haciendo esquina con ellos, brindando el Día del Amigo y, de vez en cuando, tirando algún que otro consejo.

La primera tentación de un documental que tome partido de los más débiles sería presentar una figura abnegada y pura, un personaje con el que fácilmente nos pudiéramos identificar emocionalmente, colocándonos del lado de los defendidos y en contra del sistema represor que recae sobre ellos. Sin embargo, Matías Scarvaci y Diego Gachassin nos pasean por un terreno moral mucho más borroso.

Primero: los procesados en los que se centra el film (dos pibes con pocas luces que fracasaron en su intento de robar una peluquería a mano armada) confiesan desde el vamos su delito, y todo lo que veremos de ahí en adelante son las vueltas que Álvarez necesita encontrarle al asunto para que la pena se reduzca. Es decir, no tenemos un film detectivesco o filosófico sobre la culpabilidad o inocencia de esos muchachos, sino uno sobre cómo administrar recursos legales para que caigan mejor parados.

Segundo: sólo en pocos momentos Cacho adquiere un tono moralizante, como en la escena en la que felicita a otro de sus defendidos por haber comenzado a cursar primaria. El resto de las veces lo vemos plantear el tema de la criminalidad como una más de las posibilidades de subsistencia, con sus ventajas y desventajas.

En ese enfoque didáctico, el abogado señala, entre los posibles problemas de la delincuencia, el drama que implica ser un ladrón de provincia en contraposición con ser uno de la capital, debido a que los sistemas penitenciarios difieren mucho, y el provinciano es mucho más precario y cercano a un infierno en la tierra. En todo caso, la disertación tiene en el fondo algo de “si lo hacés, hacelo bien”, que se acopla perfectamente al personaje de García Kalb.

Estirpe porteña

Ahí nos encontramos con el tercer punto: Cacho, dentro y fuera de pantalla, es un personaje cinematográfico argentino de pedrigrí, uno que entronca con esa cosa histriónica a lo Vittorio Gassman, con la italianidad, la viveza criolla y la ligera y simpática condición de chanta que siempre ha marcado al sentir nacional -más que nada porteño- en el país vecino, sin jamás perder el encanto.

El pelo largo y desprolijo, la forma ligeramente desaliñada y desgarbada de moverse, la capacidad de pasar de la jerga más doctoral a un “acá estamos hasta la pija”, perfectamente podrían ser características de un abogado de ficción, quizá interpretado por Diego Peretti en algún capítulo de Los simuladores, por Claudio Rissi en plan “Rudy, el rey de la noche” (el de la película 76 89 03, de 2000 y dirigida por Flavio Nardini y Cristian Bernard), o por Alejandro Awada con esa sonrisa y esa voz afónica de tabaco. Cualquiera de los tres funcionaría para una ficcionalización de García Kalb, y a la vez él podría ser capaz de interpretar cualquiera de los papeles.

Real y escenificado

El tema central, más allá de la riqueza del personaje, es cómo se coloca la cámara, y qué quieren hacer los directores con lo que registran. El abordaje es, por un lado, puramente realista, en la medida en que muestra las caras y los escenarios de un juicio muy distante de los lustrosos estrados de madera y el público correctamente sentado en la mayoría de las películas de abogados. Sin embargo, por otro lado, en el acercamiento y en las elecciones narrativas de los directores hay algo de puesta en escena, que difumina la actuación de lo meramente documental, algo que guarda un notorio parecido con el estilo de filmar del director uruguayo Aldo Garay.

Vemos imágenes sobrias y ásperas de la realidad del conurbano, pero también sabemos que Cacho sabe que está siendo filmado, y que le encanta. Así, siempre hay un despliegue por parte del abogado, pero es un despliegue que no parece insincero, y que tiene que ver con los rudimentos mismos de su profesión. Ser un abogado no sólo es ser actor, también es ser director de actores, y vemos, en determinado momento, a García Kalb dándoles indicaciones a sus defendidos sobre cómo se deben ver y el gradiente de sentimientos que deben expresar; el cansancio, el arrepentimiento, la indignación y la resignación que deben escenificar ante el jurado.

Tal como en Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), lo que importa no es lo que hicieron o no hicieron los pibes, sino los procesos y recursos puestos en juego en la defensa.

El quiebre

El momento más poderoso del film es justamente aquel en el que termina quebrándose esa dimensión performática. Los dos procesados aguardan la sentencia y la cámara se posa en uno de ellos. García Kalb les había dicho, minutos antes, que era preciso negociar una condena cercana a los ocho años, porque lo que se venía era mucho peor. Los dos se niegan al arreglo, y cuando escuchan la sentencia vemos en tiempo real el dolor y la desesperación de uno de los chicos al enterarse de los años de cárcel que le van a dar. Vemos sus lágrimas, los músculos faciales temblando y los dientes grises y desordenados, pero la proximidad nunca llega a ser grotesca. Al fondo, fuera de foco, está Cacho tocándose la cara, bajando la cabeza, acomodándose nerviosamente el pelo, empapado y hundido en su reciente derrota. En ese momento no hay cortes hacia él, el epicentro del dolor se dislocó y ahora el mundo es una caja de resonancia sin actuaciones, sin guiones ni indicaciones de set, sólo centradas en ese muchacho que acaba de ser sentenciado.

Nota al pie

Quizás la referencia foucaultiana del título le quede un poco grande a la película. La temática de las sociedades disciplinarias y la dimensión anátomo-política del control y moldeamiento de los cuerpos es algo que se ve muy a vuelo de pájaro, y que parece más citado que exhibido (y mucho menos desplegado). Tal vez la incongruencia mencionada en la escena de la sentencia sea el mérito de Los cuerpos dóciles: hacer escapar a esos detenidos/actores del disciplinamiento homogeneizante al que hacía referencia Michel Foucault.

Sin embargo, después de esa escena hay algo que queda en desequilibrio, como una mesa con una pata más corta. Parece que hubiera faltado algo para que se terminara de definir el rol del abogado, que en el caso mismo no hubiese sido suficiente para darle la debida densidad a su función y a la de la cárcel en sí, y que por eso fuera preciso ampliar lo que habíamos visto con intervenciones de otras personas defendidas antes por García Kalb.

Aun así, Cacho es tan fascinante que uno no puede dejar de mirarlo. Él exponiendo el caso en la corte, él adorado por las madres de los detenidos, él metiendo un solo de batería, él jugando al GTA con sus hijos y reproduciendo así, en un mundo virtual, los delitos de aquellos a quienes debe defender en la vida real. Quizá sea justamente el campo de gravedad que García Kalb genera lo que define el principal atractivo del film, así como su principal fragilidad, la luz que deja un poco en penumbra todo lo demás.

Los cuerpos dóciles

Dirigida por Diego Gachassin y Matías Scarvaci. Argentina, 2015. Con Alfredo García Kalb. Sala B del Auditorio Nelly Goitiño, Cinemateca Pocitos.