A los conocedores de la obra del poeta Diego de Ávila les sorprendió la aparición, en el número de abril de 2015 de la revista Lento, de un adelanto de su primera novela. Esa sorpresa, sin embargo, tuvo tiempo de enfriarse y volver a surgir en estos días, cuando la obra fue finalmente publicada por Estuario.

A De Ávila se lo puede ver leyendo en encuentros como Droguen al poeta o Mundial de poesía, o en Sent (2015), o en la película de Leandro Vieira que lo retrata junto a otros poetas; sus versos pueden leerse en el anterior libro enteramente suyo, Piedra del sol de noche (Editorial Mental, 2011). Últimamente parece haberse dedicado a la prosa, con sus colaboraciones en el libro Ya llamé a la policía (Pez en el hielo, 2017) y en la revista online Sotobosque, pero no es claro si se puede hablar de un verdadero cambio de registro: en Ecuador, una novela brevísima y caudalosa, hay poesía en verso y una prosa poética muy trabajada, en la que la construcción de la frase y del párrafo (o estrofa, como lo llamó Lautréamont) se ubica en el primer lugar, y el texto tiene una concentración que a menudo pierde de vista (sobre todo en la primera parte) la narración de episodios o de hechos.

La anécdota, que se hace más clara hacia la segunda mitad del libro, es sencilla: el viaje de unos amigos por América. Pero ese viaje no tiene, ni por un momento, un grado siquiera tenue de color local o de vulgaridad turística. Casi no se nombran lugares, salvo como claves, como contraseñas que más parecen encantamientos que etiquetas en un mapa. Ese es el modo en que De Ávila elige trabajar las palabras: como pases mágicos, más allá de lo estrictamente connotativo que significan. Que siguen hablando una vez terminado el libro.

A través de ese interés por el lenguaje, por otra parte, se aproxima a una corriente que se sirve de ciertos mecanismos que a falta de mejor nombre se podrían llamar fantásticos, para narrar hechos mayormente realistas. El extrañamiento no proviene entonces de lo contado, sino de los procedimientos narrativos, que en muchos casos tienen que ver con una distancia sobre la materia que, en el tipo de autoficción que propone De Ávila, se aproxima mucho a la que ha cultivado Roberto Appratto (como señala en la contratapa Agustín Acevedo Kanopa), o a la que tiene en Mario Levrero y Armonía Somers a sus primeros referentes en el Uruguay.

Un continente soñado

La noche del 19 de enero de 1915, Franz Kafka soñó. Según cuenta en su diario, en el sueño faltaba a una cita con unos amigos, que debían encontrarse para ir de excursión y ellos, preocupados, iban a buscarlo a su casa. Escribe Kafka: “Cuando salí por la puerta, vestido de arriba a abajo, mis amigos, visiblemente asustados, se apartaron de mí dando un paso atrás. ‘¿Qué es lo que tienes detrás de la cabeza?’, exclamaron. Yo ya había sentido, desde que me desperté, algo que me impedía inclinar la cabeza hacia atrás, y entonces busqué a tientas con mi mano aquel obstáculo. En el mismo momento en que mis amigos, que ya se habían repuesto un poco, exclamaban ‘Ten cuidado, no vayas a hacerte daño’, agarré detrás de mi cabeza el puño de una espada”. El sueño sigue, pero Kafka jamás advierte su condición de material onírico ni, de hecho, lo diferencia de tono de la narración de otras historias ocurridas presumiblemente durante la vigilia. Acaso esto sea entendible si se tiene en cuenta que estamos ante un diario íntimo, no pensado (por otra parte, como casi toda su literatura) para ser publicado. Sin embargo, se puede ver ahí un precedente de la técnica que De Ávila despliega con gran pericia y efectos a veces sorprendentes en Ecuador.

En un peculiar modo de enunciación, los sueños, la vigilia, lo “real”, lo inventado, la ficción, los rasgos autobiográficos, los hechos “objetivos” (fechas, lugares, nombres) y las observaciones personales se igualan en un léxico que se podría llamar, siguiendo el tono del relato, místico, que hace que cada cosa tenga una resonancia externa y que cada acción cobre sentido más allá de la mera referencialidad. En esa línea, al final del libro se agrega un álbum de fotos que, según su título, es de autoría de uno de los personajes: Simón.

Fuera de la ficción, las imágenes son de Andrés Seoane, uno de los fotógrafos más sugerentes de la actualidad y un especialmente dotado pintor. Esta presentación de obras atribuidas a personajes ficticios, que a su vez sirven de máscaras de personas “reales” (la voz narradora, como se revela al final, se llama Diego de Ávila), funcionan como cuestionamientos del estatus de verdad y postulan un desdoblamiento en los procedimientos narrativos.

Dice en un momento el narrador: “En vez de cosas que ocupan la vida, nos distraemos en ordenar cosas que queremos poner allí. Pretendemos interferir. Nos gusta ordenarlo mal”. Así, ficcionalizando la vida, en un trazo no lineal, desordenado, De Ávila propone un viaje que, uniéndose de alguna forma a la extensa tradición latinoamericana (desde Colón en adelante), se presenta en toda su rareza como un itinerario de autoconocimiento que descubre en lo extraño y lo familiar del continente (Maldonado, Quito, Sorata, Buenos Aires, Montevideo), más que puntos geográficos, regiones del alma.

Agustín Acevedo Kanopa y Nicolás der Agopián presentarán la novela junto al autor hoy, Día Nacional del Libro, en el bar Clash City Rockers (Aquiles Lanza 1234), a las 21.00.