Llego con sueño al Palacio Tiradentes. Mientras bostezo por tercera vez, no me imagino que una hora después tendré que correr para esquivar las balas y las bombas.

Me refriego los ojos para ver si me despierto, y miro alrededor. Hoy, viernes, se convocó paro general en todo el país. Hay muchas banderas y varios grupos: profesores, obreros, estudiantes, sectores de partidos, todos detrás del carro de sonido. Bombos y vientos, trío eléctrico carnavalesco de protesta política. Recuerdo las palabras, algo escépticas, de un amigo militante: “Cuando tratan de aparelhar las marchas, quedan siempre las mismas 2.000 o 3.000 personas en la calle”. Aparelhar: organizar una marcha de forma jerárquica y centralizada, algo que se les adjudica a los grandes sindicatos. Es que mi amigo es un nostálgico de la apoteosis callejera de junio de 2013.

Junio de 2013 fue un estallido digno del mayo francés de 1968, pero antropofágico: caótico, ingobernable y absurdo. Fue sucediendo camino a la Copa de las Confederaciones y tuvo su auge en la final Brasil 3-0 España, con goles de Fred y Neymar. Quizá haya sido un coletazo de la “primavera árabe” (2010-2013), que estalló luego de que un vendedor de frutas tunecino se inmolara para protestar contra la arbitrariedad policial. En Brasil, el detonante fueron los 20 centavos de aumento del precio del subte anunciados por la ex presidenta Dilma Rousseff, de 3 reales a 3,20. Hoy el pasaje cuesta 3,80.

Junio de 2013 lo cambió todo y no cambió nada. El panorama hoy está muchísimo peor, pero la gente se acostumbró a salir a la calle.

Bostezo nuevamente y empiezo a caminar detrás del camión de sonido. Empiezan los cánticos, las arengas, ¡Fora, Temer! ¡Fora, Temer! Se anuncia que iremos hasta Candelária y luego agarramos por la Rio Branco hasta Cinelândia, el corazón del centro.

De repente, como una respuesta a esas palabras (“¿así que hasta Cinelândia?”), nos sorprenden unos estruendos que vienen del Palacio: es el Batallón de Choque que, desde atrás de las vallas, lanza granadas de gas pimienta y bombas de “efecto moral”.

Despierto de golpe: no me esperaba ese tipo de acción tan temprano. Recién estamos en la concentración, la marcha todavía no empezó. Además, hay señoras, gente en silla de ruedas, también niños. “Es sólo ruido”, dice un tipo grandote, intentando calmar la estampida de gente que corre en todas direcciones. El foco del conflicto está a media cuadra. Entre el humo del gas pimienta, descubro que ellos están ahí: los black blocs, los jóvenes enmascarados que se enfrentan a la Policía cuerpo a cuerpo, con las piedras que encuentran en el camino, y les devuelven las granadas de gas. ¿Quién habrá pegado primero, ellos o la Policía?

Empieza el tumulto. Me quedo mirando la escena y, a mi lado, dos grupitos de manifestantes se agarran a las piñas. “¡Unión, gente!”, dice uno que intenta separar. Unas amigas me instan a caminar hacia el carro de sonido: mejor no quedarse en los extremos, hoy la cosa está movida. En el cielo, los helicópteros completan el paisaje bélico.

Caminamos unos minutos más hasta la iglesia de Candelária. La pasamos y, en la parte de atrás, nuevo cordón policial custodiando el edificio. La marcha pasa pacíficamente al lado de los robocops, y yo miro de reojo para ver si reaccionan. Cuando pienso que todo está tranquilo, ¡blum!, explotan las bombas arrojadas descaradamente al centro de la manifestación. Ahora sí, el gas nos agarra de lleno y arde, nos cierra el pecho, tosemos, lloramos.

Varios ya vinieron preparados y llevan máscaras antigás, principalmente fotógrafos y mediactivistas. Otros aparecen con las caras blancas de leche de magnesia, o mojadas con vinagre o cualquier líquido básico que contrarreste el ácido del gas. Nosotros, que no tenemos nada, corremos por una callejuela, tratando de respirar. En la esquina, un tipo con una conservadora nos vende agua a 3 reales, dos por 5.

Mi amiga Duda tose, se limpia las lágrimas involuntarias y sonríe: “Está empezando”, dice, acostumbrada a la represión. No hay duda: la Policía pega primero. Basta que exista una mera concentración de gente en la calle. La acción policial es ampliamente respaldada por los medios (Globo), que titulan “enfrentamiento” en vez de represión y califican de “vandalismo” todo lo que sea respuesta a esa represión. La ley antiterrorismo, promulgada en 2016, también le da un marco legal a la truculencia.

La acción policial dispersa la marcha; nuestro grupo, encabezado por los redoblantes, sigue cantando y marchando. Llegamos a la plaza Tiradentes y seguimos hasta los Arcos de Lapa, a ver si podemos llegar a Cinelândia. Algunos miembros del Choque pasan a nuestro lado en moto, pero la calle está más tranquila.

Frente a los Arcos hay un batallón de la Policía Militar, y antes de llegar ya vemos gente corriendo, más ojos lacrimosos y caras blancas. Rodeamos el lugar y llegamos a una placita cerca del Paseo Público. Cae la noche y se escuchan los estruendos a lo lejos: Cinelândia debe de estar prendida fuego.

Compro una cerveza para calmar la adrenalina. El gas de mierda ese me dio dolor de cabeza. Somos unas 100 personas que llegamos ahí, medio que boyando. Conversamos sin saber cómo va a seguir la cosa. Por momentos se arma el coro: ¡Não acabou, / tem que acabar, / eu quero o fim da Polícia Militar! Luego, el silencio. Más personas van llegando, y el grupo revigorizado decide interrumpir el tránsito.

La tensión aumenta en silencio, pero esta vez no hay Policía. Cada vez hay más gente, pero esta vez no se ven grupos organizados: es una concentración espontánea. De repente, un ómnibus arranca, sube la vereda y bloquea la calle. Está vacío, no alcanzo a ver quién lo maneja. Algo pasa: los ómnibus embotellados comienzan a vaciarse. Los choferes los abandonan en el medio de la calle. Empiezan a volar las piedras, estallan las ventanas. De a poco, como si surgieran del grupo desorganizado, aparecen personas con la cara cubierta, que aprovechan la ausencia policial para atacar. Los otros que están mirando, entre ellos muchos veteranos y veteranas, los vitorean.

Primero prenden un fuego en la tradicional plaza del Paseo Público, y luego pasan a los ómnibus. Atónito, veo cómo los black blocs se suben a los ómnibus y los prenden fuego en pleno centro de la ciudad, a la vuelta del batallón de la Policía, que aún no aparece. Black blocs: cualquier persona con ganas de cubrirse la cara y atacar objetos asociados al capitalismo, como los ómnibus del pésimo y carísimo transporte público, o las agencias de bancos privados que financian la corrupción política brasileña.

Aquello es histórico. Lo filmamos y le sacamos fotos. Hay selfies. Con los ojos aún llorosos por el gas, la impotencia a causa de la represión recibida se sublima en aquellas llamas enormes que Globo ya está filmando y transmitiendo en vivo desde el helicóptero. Al mismo tiempo, en varias cuadras a la redonda arden los contenedores de basura en las esquinas. Suben las señales de humo: ¡Não adianta / nos reprimir: / este governo vai cair!

La Policía tarda, pero llega con sus armas y empiezan a llover balas de goma. Horas después, el presidente de la nación, que en los últimos sondeos registró 4% de aprobación de la población, responde en un comunicado: “No escucho nada que merezca mi atención. Sólo unos vándalos quitándole a la gente el derecho de circular libremente”.

Sobran pruebas de que no hay forma de manifestarse libremente en las calles de Río de Janeiro. El que lo mira por televisión seguramente salga con la idea de que la Policía está restableciendo el orden y combatiendo la violencia. Pero basta con pisar la calle para entender que los diez ómnibus quemados el viernes en Lapa y los numerosos vidrios rotos son la respuesta de los hijos de 2013: una generación que ya está cansada de fumarse la violencia de Estado y que ha decidido enfrentarla.