No hay actividad económica por fuera de la naturaleza. El planeta es un sistema autorregulado, de componentes físicos, químicos, biológicos y humanos. La sociedad humana es sólo uno de los componentes más recientes del complejo sistema de la Tierra, que está en permanente devenir y cambio.

El crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas en un planeta finito es imposible. Durante más de un siglo la izquierda ha basado su actuar en el siguiente postulado de Karl Marx, escrito en 1859: “Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social”. En consecuencia, la tarea de los “revolucionarios” es cambiar las relaciones de producción para que dejen de ser una traba para el desarrollo de las fuerzas productivas.

En la actualidad, no es suficiente transformar las relaciones de producción y las relaciones de propiedad: al mismo tiempo, debemos frenar y transformar radicalmente varias fuerzas productivas que están contribuyendo al desequilibrio del sistema de la Tierra. No se trata de gestionar social y ambientalmente, de manera justa y equilibrada, el legado del capitalismo, sino de transformarlo y reemplazarlo también a nivel de las fuerzas productivas. El extractivismo ilimitado no puede ser gestionado de manera sostenible, sino que debe acabar. No habrá futuro para la humanidad si continúa esta carrera desenfrenada por la extracción, la producción y la industrialización de los “recursos naturales”.

La visión del vivir bien, en su vertiente interpeladora y no oficialista, introduce una reflexión muy aguda que cuestiona muchos conceptos dominantes: la única fuerza estrictamente productiva es la Madre Tierra, la naturaleza. Ella es la creadora y los humanos somos sólo cultivadores, facilitadores, cuidadores de ese proceso. Los humanos no creamos el agua, no creamos el petróleo, no creamos el oxígeno. Los humanos podemos servirnos de esos elementos, pero lo tenemos que hacer siempre respetando y preservando el equilibrio de la naturaleza.

Para Marx, el capital no es una cosa, no es dinero, maquinaria o propiedades. El capital sólo existe en tanto se invierte para generar ganancias y aumentar el capital. El capital es un proceso. Capital que no crece, que no consigue ganancias, sale del mercado. La búsqueda incesante del crecimiento es una condición sine qua non del capitalismo. Para realizarse, el capital apela al extractivismo y al productivismo sin límites.

El capital, en su búsqueda insaciable de ganancias, busca hacer negocios con la propia crisis que engendra. Surge así un capitalismo del caos, que vive de la crisis económica crónica. Si alguna vez algunos tuvieron la ilusión de que era posible un capitalismo humano y responsable con la naturaleza, hoy sale a relucir que lo único posible, en el siglo XXI, es el capitalismo salvaje. No hay regulación que valga. El capital siempre encuentra una puerta trasera por donde escapar y expandirse. Esa es su lógica, y por eso hablar de equilibrio y respeto a los ciclos vitales de la naturaleza resulta una verdadera afrenta para el capital.

La expropiación y socialización del capital por el Estado no trastoca por sí misma esa esencia productivista y extractivista del capital. Es más, puede incluso reforzarla y agravarla. Por eso, la transformación social no debe operarse únicamente a nivel de la economía ni del derecho propietario. Estos son elementos esenciales pero no determinantes, ya que la lógica del capital puede seguir actuando incluso cuando el Estado ha nacionalizado la mayor parte de la gran propiedad privada.

La superación del capitalismo requiere de una nueva visión de modernidad. De ahí la importancia de la propuesta de una sociedad frugal, sencilla y moderada que sea ahorrativa, próspera, prudente y económica en el uso de los recursos que consume. Si el objetivo es que todos los seres humanos consuman como los de los sectores de la clase media en los países industrializados, jamás saldremos de la lógica del capital.

Para satisfacer las necesidades fundamentales de la población, sin alimentar un consumismo arribista, es fundamental una sociedad autoorganizada y autogestionada. Pretender que el Estado regule desde arriba cómo debe vivir la sociedad y que los de abajo simplemente obedezcan conduce a un autoritarismo creciente que sólo agrava las tensiones. El Estado puede y debe regular ciertos aspectos, pero, sobre todo, debe ser la sociedad la que de manera consciente y organizada gestione cada vez más las fuentes de vida de manera frugal. La clave de la transformación social está en los comuneros, en su capacidad de construir una modernidad diferente que tenga en el centro el equilibrio, la moderación y la sencillez.

El Estado contemporáneo y el capital comparten el amor por la propiedad y el crecimiento. A nivel de la propiedad, existen contradicciones y tensiones entre la propiedad privada y la estatal, pero en última instancia ambas se adscriben al concepto de propiedad, y no al de los comunes, no al de una gestión colectiva y autogestionada de sectores claves de la sociedad. A nivel del crecimiento, el capital y el Estado viven en una luna de miel. Ambos quieren que haya más consumo y producción y, por ende, más extractivismo, productivismo e industrialización. A mayor crecimiento, mayor ganancia y mayores impuestos. Cada uno ve, en el crecimiento, la fuente de su potenciamiento.

El cuidado del hogar y la familia, la alimentación, la limpieza, el apoyo afectivo, el mantenimiento de los espacios comunitarios y otros son trabajos reproductivos esenciales -llevados a cabo mayoritariamente por mujeres- que el productivismo capitalista, interesado solamente en los bienes o servicios que pueden ser mercantilizados, no toma en cuenta. Para el productivismo, lo esencial es transformar la naturaleza en productos y aumentar la productividad de dicho proceso produciendo más en menos tiempo. Termina, así, no sólo invisibilizando el trabajo reproductivo, sino además alienando al trabajador y generando un ejército cada vez más grande de desempleados. Si seguimos por el camino del productivismo, cada vez habrá menos fuentes de empleo para las nuevas generaciones, porque el desarrollo de la automatización reducirá la necesidad de mano de obra asalariada.

Para atacar las causas estructurales del desempleo hay que salir de la lógica del productivismo, visibilizar y reconocer el trabajo reproductivo, y expandirlo a nuevas áreas, especialmente las ligadas a la restauración del equilibrio con la naturaleza. Hoy, para tener una sociedad y una economía sanas, es fundamental reparar los desbalances provocados en la naturaleza. Hacerlo requiere restaurar y cuidar los bosques, los ríos, los manglares, las costas, la atmósfera, el agua subterránea y muchos otros componentes del sistema de la Tierra.

La lógica del capital no actúa sola. Se nutre y alimenta del antropocentrismo, de las estructuras y culturas patriarcales, de la concentración de la riqueza, de una plutocracia recubierta de formas democráticas, del desarrollo de una visión de modernidad y de un imaginario de valores basados en la competencia y el individualismo.

La respuesta a la crisis sistémica que vivimos requiere alternativas al capitalismo, al productivismo, al extractivismo, a la plutocracia, al patriarcado y al antropocentrismo. Estos seis elementos están íntimamente ligados, se alimentan mutuamente y ahondan la crisis de la comunidad de la Tierra. Pensar en resolver uno de estos factores sin, al mismo tiempo, lidiar con los otros constituye uno de los errores más grandes que hemos cometido.