Una ex pareja de treintañeros casi cuarentones se reúne a cenar en un restaurante para combinar las inminentes vacaciones de sus hijos. Esa charla se desplegará por todo el metraje de la película, alternada con flashbacks en los que acompañaremos, en orden también cronológico, cómo ambos se conocieron, se enamoraron, se casaron, tuvieron sus dos hijos, se desgastaron, fueron infieles y se odiaron.

El director Sergio Castellitto dice que se inspiró en la estructura de una canción: las escenas en el restaurante serían el estribillo, y los flashbacks, las estrofas. Es una manera afectadamente rebuscada de referirse a un esquema común de situación en el presente que abarca una extensión temporal casi “en tiempo real” y miradas al pasado que, poco a poco, explican el fundamento de lo actual y narran lo grueso de la historia, cubriendo una extensión de varios días o años -por ejemplo, Cautivos del mal (Vincente Minnelli, 1952), Los sospechosos de siempre (Bryan Singer, 1995) o Una aventura extraordinaria (Yann Martel, 2012)-. Además, es inexacta la descripción de ese esquema, ya que un estribillo es siempre igual.

Es la única declaración de Castellitto que he leído en mi vida, así que soy consciente de la injusticia de evaluarlo por un excusable artificio publicitario para generar algo de efecto en alguna conferencia de prensa, que me llegó aislado de contexto en una cita en el programa de Cinemateca. La cuestión es que la película entera confirma, insistentemente y a cada paso, esa disposición afectada, como para impresionar a un público cheto o que sueña con serlo.

La historia es una sucesión de clichés. Claro, algunos no son clichés del cine, sino de la vida misma (una pareja de muchos años y con hijos tiene mayor tendencia a desgastarse; pese a la falta de entendimiento en el presente, los buenos recuerdos traen reminiscencias del viejo amor, etcétera, etcétera). Lejos de mí renegar de películas cuyo estilo y forma global ya fueron transitados, o que “no aportan nada” pero elaboran sobre asuntos importantes en la vida de las personas. Pero si estamos lidiando con cosas simples tratadas con conceptos simples, ¿para qué esos diálogos llenos de citas cultas que son puro name dropping (Mishima, Dostoievsky, Dürrenmatt, Joseph Campbell, Pessoa, Buñuel, Woody Allen), que no dicen nada sobre esos artistas y sólo cumplen la función de tratar de suscitar una envidiosa fascinación por esa gente ambientada? Se supone que Gaetano es un guionista con pretensiones pero medio fracasado, que hace libretos para series de televisión menores, y Delia es una nutricionista totalmente despreocupada del jet set, pero en el restaurante piden de esos platos casi vacíos con dos o tres objetos irreconocibles (enfatizados en planos de detalle connotativamente inconsecuentes), como si fueran gourmets que se pasaran la vida degustando delicias exóticas. El estilo visual de la película tiene mucho de publicitario: Castellitto parece ser incapaz de encontrarle la gracia a un esquema plano-contraplano si cada maldito plano no está adornado por un movimiento de cámara; hay escenas en las que ejercita algunas posibilidades que parece haber aprendido en la escuela de cine (Delia se prepara para la cena: los distintos atuendos que se prueba están mostrados con jump cuts y, por supuesto, terminan con un desnudo trasero de la escultural Jasmine Trinca; el diálogo con los amigos hipsters de la pareja se hace todo con desplazamientos acelerados de cámara para las transiciones -whip pans-). Las escenas de sexo tienen una onda porno soft, ambientadas con canciones de Tom Waits y Leonard Cohen. Todos los paisajes son una belleza, todos los apartamentos están decorados con terrible onda, todo el mundo se viste con elegancia (Giorgio Armani es nombrado cuatro veces en los créditos finales). La frase que parece ser la moraleja de la película es dicha (con “efecto Kuleshov”, o sea, tomando en cuenta la influencia del montaje en la percepción de sentido del espectador) en una increíble callecita romana de adoquines que aparece justo delante de la espléndida escalinata de la Galería Nacional de Arte Moderno de Roma (que en realidad está frente a una calle asfaltada). Todos los viejos son simpáticos, todas las viejas -interpretadas por Ángela Molina, Anna Galiena y Eliana Miglio- se ven, para su edad, espléndidas. En el restaurante todos los extras son parejas de gente joven y bonita, instruidos por el asistente de dirección para que hablen y pongan caras de interés en lo que el otro tiene para decir.

Las situaciones que acercan o apartan a la pareja en distintos momentos son bien primarias (Delia se encuentra de casualidad con un conocido al que da un cálido abrazo y Gaetano se pone celoso; Gaetano orina sin levantar la tapa del inodoro). Hay diversas ocasiones (en el restaurante y en algunos flashbacks) en las que cambian intempestivamente de estado de ánimo y de disposición el uno con respecto al otro, y esos vuelcos, torpemente motivados por el guion, a veces parecen pretender un toquecito de humor, o comentar qué complejos son los sentimientos.

Quienes interpretan a Gaetano y Delia fueron nominados al David di Donatello (el “Oscar” italiano). No ganaron, lo cual contribuye un poco al honor de ese premio. Riccardo Scamarcio es como un galán de telenovela, valorizado por una expresión viril y unos imponentes ojos azules; compone su personaje siempre con el pelo cuidadosamente despeinado, la barba algo crecida y un cigarro en la comisura de los labios: habría sido deprimente, aunque el cine italiano diste del esplendor de otrora, verlo llevarse la estatuilla que les tocó muchas veces a Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Giancarlo Giannini y Nino Manfredi.

La historia se corona, hacia el final, con un toque agridulce y abierto. La película puede llegar a tocar alguna fibra en quienes disfruten de ver gente, ropa y lugares bonitos, y de procesar por identificación aspectos no muy elaborados sobre amores terminados y juventud perdida.

Nadie se salva solo (Nessuno si salva da solo)

Dirigida por Sergio Castellitto y basada en una novela de Margaret Mazzantini. Italia, 2015. Con Riccardo Scamarcio, Jasmine Trinca y Roberto Vecchioni. Cinemateca 18.