Hace un par de años, en los medios de comunicación muchos empezaron a preguntarse si estaría llegando a su fin la notable edad dorada que había comenzado a vivir la televisión mundial a fines del siglo pasado, cuando se convirtió gradualmente en un vehículo capaz de explotar al máximo sus posibilidades artísticas y creativas (al tiempo que el concepto mismo de televisión iba mutando, con el creciente protagonismo de la producción para internet). Tras la explosión de imaginación, madurez y concentración que habían inaugurado series como Los Soprano, The Wire o South Park, la televisión parecía estar empezando a dar señales de que se deslizaba hacia las mismas fórmulas imperantes en el cine comercial (al que durante algunos años superó abiertamente en riesgos y calidad) y se volvía demasiado dependiente de productos similares a Game of Thrones, versiones de los superhéroes menores de DC Comics y Marvel, series de terror tan violentas como previsibles y comedias cada vez más liberales en términos de diversidad sexual y más temerosas de ofender a alguien. Pero antes de que se pudiera empezar siquiera a hacer un diagnóstico de decadencia, las novedades de fines del año pasado y comienzos del actual trajeron consigo una cantidad de estrenos de gran calidad, que introdujeron nuevas formas de acercarse a la cultura afroestadounidense y a la comedia (Atlanta), a los superhéroes y la psicodelia (Legion), y a la ciencia ficción nostálgica (Stranger Things), mientras se producía además el regreso -con David Lynch y todo- de la serie que comenzó todo (Twin Peaks), e incluso HBO recuperaba la capacidad de generar un éxito atractivo (Westworld), algo que no conseguía desde el debut de Game of Thrones.

Sin embargo, dos de las mejores y más atractivas propuestas de este otoño han recurrido al simple recurso de adaptar un par de clásicos modernos de la ciencia ficción y la fantasía, dos libros que tienen en común el prestigio en ascenso que no cesaron de ganar desde sus primeras ediciones y presentar sendas visiones críticas y fascinadas de Estados Unidos, producto de la imaginación de una escritora canadiense, Margaret Atwood, y un autor inglés crecido en el ámbito del cómic, Neil Gaiman, respectivamente los autores de la siniestra distopía The Handmaid’s Tale (1985) y de American Gods (2001).

Es un mundo de hombres

The Handmaid’s Tale (el cuento de la criada) se desarrolla en un futuro para nada lejano y en un Estados Unidos llamado Gilead, en el que la contaminación ha hecho descender en forma alarmante los índices de fertilidad y, bajo un gobierno teocrático de origen difuso, las mujeres capaces de concebir deben ponerse al servicio reproductivo de los jerarcas con parejas estériles. La historia es narrada a través de los ojos de Offred -la hiperexpresiva e inquietante Elizabeth Moss de Mad Men-, una madre a la que han separado de su hija y que está a disposición de uno de los líderes de ese Estado policial y fascistoide, en el que a las mujeres en general no sólo se les prohíbe trabajar, sino también tomar la menor decisión con respecto a sus vidas. La tecnología de esa sociedad futura no es superior a la de los años 80 en que fue editada la novela (es decir, nada de celulares ni de aplicación de la informática en la vida doméstica), pero eso no implica un anacronismo, sino simplemente una inteligente forma de adaptar el “futuro en el presente” del libro de Atwood. En los flashbacks que remiten a las épocas previas al ascenso al poder del totalitarismo religioso, Offred y sus amigas son vistas utilizando celulares, computadoras e internet del modo en que lo hacemos hoy, pero cuando se produjo el golpe de Estado (con la excusa de un atentado terrorista) perdieron, junto a todos los demás, el derecho a emplear esos recursos. Eso termina profundizando la sensación opresiva y orwelliana de la adaptación, ya que no se trata de que la tecnología haya desaparecido, sino de que ahora sólo tienen acceso a ella, y a las ventajas que otorga, los integrantes de la minoría que detentan el poder.

La novela de Atwood es vista, al igual que la serie, como una parábola feminista sobre el patriarcado totalitario, que, trasladado al Occidente actual, determina una regresión de centenares de años en la posición social de las mujeres, que no sólo han perdido cualquier clase de poder sobre sus propios cuerpos, sino que incluso son ataviadas en forma similar a las oprimidas mujeres de los tiempos del puritanismo, en la época de la colonización europea de América. Tal lectura no es sólo obvia, sino también esencial para apreciar este relato pesadillesco sobre control y resistencia, pero sin embargo es reduccionista percibir en la historia narrada -tanto la de la novela como la de la serie- solamente una alegoría antipatriarcal, ya que la sociedad autoritaria que se presenta no es menos opresiva para los hombres ajenos al gobierno que para las mujeres. El terror de The Handmaid’s Tale no es exclusivamente el machismo, sino el de cualquier sociedad teocrático-normativa, erigida gracias a una combinación de miedos y delegación de poderes.

La adaptación televisiva es fiel, y por lo tanto desesperante, violenta y sombría, pero con esa clase de oscuridad en la que cualquier elemento de humanidad y resistencia reluce con más fuerza. De notable austeridad en términos de producción, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de una historia de ciencia ficción, la serie se apoya en su propia economía limitada -que pone el foco sobre lo homogéneo y lo gris de la opresión- y en unas actuaciones formidables, capaces de transmitir tensión permanente. Ese es el principal gancho de una historia que, presentada de otra forma, resultaría demasiado deprimente.

Es un mundo de dioses

Si The Handmaid’s Tale es opresiva, asfixiante, paranoica y deliberadamente carente de humor, American Gods es, por el contrario, exuberante, libertaria, desprejuiciada y rebelde, en una aproximación hacia la espiritualidad y el futuro que no es mucho menos pesimista, pero sí mucho más colorida y llena de magia. La historia, tanto en novela original como en la serie, gira alrededor de Shadow Moon (nombre propio que también significa “sombra de luna”), un convicto que, luego de tres años en prisión, es liberado en forma casi simultánea con la muerte de su esposa, acontecida mientras le era sexualmente infiel con su mejor amigo. En medio de ese oscuro panorama, Shadow (interpretado por el no muy conocido, pero de gran presencia, actor inglés Ricky Whittle, a quien seguramente nos aburramos de ver en todas partes después de esta serie, en la que abundan los aciertos de casting) es interceptado por un hombre misterioso que responde al nombre de “Jueves” (Ian McShane) y le propone un difuso trabajo que incluye tareas de guardaespaldas, embarcándolo en un conflicto de características inicialmente inexplicables, y en un viaje por Estados Unidos que se convierte en una de las más extrañas historias de carretera que se conozcan. Porque resulta que (no se trata de spoilers, esto es difundido en la publicidad de la serie) Jueves y varios personajes más que se van sumando son encarnaciones de antiguas y casi olvidadas criaturas mitológicas y dioses que acompañaron a toda clase de inmigrantes a Estados Unidos. Entre ellos hay duendes irlandeses, demonios beduinos y rusos o deidades vikingas y egipcias, todas ellas dedicadas a mal ganarse la vida en sus formas humanas, y preparándose para una batalla final con una nueva generación de criaturas sobrehumanas, que representan distintas variables del culto actual a los medios, la tecnología y el consumo. En medio de esa guerra, en la que Shadow es un peón aún no consciente de su rol, hay cantidades notables de sangre, sexo y comedia extravagante, con la poética prosa de Neil Gaiman excelentemente adaptada a los diálogos, y acompañada por la imaginación visual en permanente explosión de Bryan Fuller, uno de los mayores talentos televisivos actuales. Fuller es un guionista y productor tan enérgico que fue capaz de revivir a un personaje tan exprimido como Hannibal Lecter en la serie Hannibal. En compañía del también productor y guionista Michael Green, han conseguido la combinación exacta entre la espectacularidad visual y la melancolía del texto original.

Como con The Handmaid’s Tale, se ha señalado mucho la actualidad de esta serie en un momento en que el mundo parece girar hacia la intolerancia y la ignorancia mutua, pero tal como ocurre con el relato de Atwood, la historia de American Gods es hija del tiempo en que fue escrita, y en este caso, de la generación de Gaiman (y es increíble cómo han cambiado algunas cosas en las últimas dos décadas). A pesar de su notable diversidad étnica, religiosa, cultural y sexual, la obra se lleva bastante mal con la política identitaria del posmodernismo multicultural (o, simplificando, de lo “políticamente correcto”). El caleidoscopio de personajes variadísimos, procedentes de religiones de las cuatro esquinas del mundo -con la casi excepción de las abrahámicas (que de cualquier forma asoman de vez en cuando), representa sin duda una reflexión simbólica del británico Gaiman sobre la riqueza de la olla cultural estadounidense, pero su visión es al mismo tiempo conservadora, en lo referido a la disolución de esas tradiciones diversas en la despersonalización global. En American Gods se entrelazan dioses africanos, arábigos, escandinavos y eslavos, pero todos conservan sus características más distintivas -tanto las positivas como las negativas- en contraposición al materialismo indistinto de los “nuevos dioses”. Las antiguas deidades que vagan con forma de hombre o mujer por las carreteras de la serie no hacen proselitismo de sus cultos, y todas extrañan mejores tiempos, pero se adaptan a los nuevos hasta cierto punto: hasta la amenaza de la sustitución del mundo de las tradiciones por el del consumismo universal.

En todo caso y moviéndose casi en los polos opuestos de la televisión de fantasía y ciencia ficción, estas dos adaptaciones demuestran la actualidad de los textos en los que se basan, no tanto por su sintonía con los tiempos actuales, sino por una voluntad feroz de chocar contra ellos por medio del horror o la maravilla. Algo que sin duda llama la atención y que es parte del atractivo de dos de los mejores estrenos televisivos de los últimos años.