11 años pasaron desde su último largometraje y, lejos de haberse quedado atrapado en un limbo, durante ese tiempo David Lynch, el dueño del mejor jopo de Hollywood, siguió con su trabajo de artista plástico, se convirtió en el principal vocero de las virtudes de la meditación trascendental (al punto de impulsar una campaña para integrarla al programa de las escuelas públicas estadounidenses), lanzó una serie de zapatos stiletto fetichistas que desafían la ley de gravedad, actuó y codirigió en varios capítulos de la serie Louie y, sobre todo, retomó Twin Peaks, el policial/telenovela surrealista que en 1990 y 1991 cambió todas las reglas de lo que puede ser una serie de televisión.

Lynch se ha convertido en una figura que cambia la presión atmosférica de una habitación con tan sólo entrar a ella, alguien cuyo apellido, como el de Franz Kafka, es un concepto entendible y compartible cuando uno describe ciertas situaciones. Por lo tanto, para hacer un documental centrado en su figura hay que decidir en qué medida se ocupará de David Lynch y en qué otra de lo lynchiano. En lo epidérmico, The Art Life, de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm, parece seguirlo en una clave más autobiográfica que crítica, pero a medida que comienza a narrar sucesos de los años previos a su debut como cineasta, aparecen pistas y otros elementos que nos acercan a la relación entre su mundo privado y su labor creativa.

En lo estrictamente cinematográfico, no vemos mucho más que a Lynch realizando obras plásticas junto a su hija de apenas dos años, videos hogareños en 16 mm y obras pictóricas que, de un modo subterráneo, van ilustrando o dialogando con su voiceover omnipresente. No es lo más arriesgado que podría pensarse para un autor tan rupturista, pero de a poco nos vamos viendo envueltos en algo hipnótico, una especie de telaraña construida por la narración.

Posiblemente en el cine actual sólo haya dos voces de directores inmediatamente reconocibles por sus inflexiones, su acento y su prosodia: la de Werner Herzog y la de Lynch. El primero con su duro acento alemán y un tono siempre severo y profundo, como si cada frase fuese un epitafio. Lynch tiene un estilo medio nasal y taladrante, propio del medio oeste estadounidense, pero su forma de sembrar pausas como minas terrestres convierte lo banal en algo mucho más serio y ominoso. En este sentido, todo The Art Life es sobre esa voz, y es tentador volver a enfrentarla con los ojos cerrados, o convertir las intervenciones de Lynch en un audiobook.

A diferencia de lo que uno podría imaginarse, teniendo en cuenta una filmografía plagada de personajes paternos terribles o siniestros (Leland Palmer en Twin Peaks, la pareja adulta del corto The Grandmother –1970–, el padre paralizado de Terciopelo azul –1986– o los instintos filicidas del protagonista de Eraserhead –1977–), la infancia que Lynch cuenta transcurrió en un marco idílico, con una madre devota y un padre justo y honesto. El cambio no se produjo en la estructura de la familia, sino por una de sus numerosas mudanzas, de Idaho a Virginia. Lynch cuenta: “En Idaho siempre parecía ser de día; en Virginia no parecía existir el sol, era como si siempre fuera de noche”. Aquel cambio de locación parece haber generado –o coincidió con– un quiebre, un desdoblamiento. En ese tiempo dice haber vivido un infierno, cuenta que se veía a sí mismo haciendo cosas que no quería hacer, y presenciaba cómo su familia iba decepcionándose por su comportamiento.

Uno sigue esa línea de narración y puede percibir al vuelo la obsesión del director con la existencia de dos mundos paralelos. En Twin Peaks o en Mulholland Drive (2001) hay una tensión entre la textura tersa e idílica de la imagen de Estados Unidos asociada con los años 50 (en los pueblitos suburbanos del medio oeste, o en el retrato estelar y romántico de Hollywood) y otro universo que se agita en su interior, como las hormigas y escarabajos cavando túneles debajo del apacible jardín del comienzo de Terciopelo azul. El intercambio de personalidades es algo ampliamente explorado en casi todos sus films, especialmente en Carretera perdida (1997) y en Imperio (2006).

Los directores aciertan en no tender un puente explícito entre la biografía y la obra. Nunca escuchamos a Lynch decir “así fue que se me ocurrió...”, y eso genera la sensación de estar frente a un gigantesco puzle y tener que ordenar nosotros mismos los datos. Cuenta una anécdota que podría significar el primer desgarro en la perfecta e impoluta inocencia infantil: David y su hermano están jugando en el frente de su casa, ya es casi de noche y de repente ven a una mujer desnuda de pies a cabeza, de piel pálida y bella y con sangre saliendo de su boca. En esa imagen puede rastrearse el germen de Terciopelo azul, la escena de Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) caminando desnuda por la calle, acercándose a Kyle MacLachlan y diciendo: “Vos pusiste la enfermedad en mí”. Lynch narra su primera experiencia con la marihuana, y la descripción de las líneas blancas de la carretera puede hacer que uno piense en Carretera perdida. Recuerda que cuando se mudó a Filadelfia (a la que describe como una ciudad terrible, una especie de Nueva York más dura, en los tiempos en que Nueva York era durísima) recibió allí a su padre; le mostró, orgulloso, su sótano con experimentos artísticos (pájaros muertos, ratas envueltas en plástico y similares), y percibió en la expresión de su cara un profundo dolor contenido. El padre se despidió diciéndole: “David, creo que nunca deberías tener hijos”, en un momento en el que la primera esposa de Lynch estaba embarazada, y es difícil no asociar eso con el terror del protagonista de Eraserhead al enfrentarse a aquel bebé bituminoso y sin miembros.

The Art Life cubre la vida del director hasta la realización de aquella primera obra, que se volvió objeto de culto, y en cierta medida el título parece tener un tono nostálgico, en relación con años idílicos en los que Lynch se veía como un artista plástico, antes de meterse de lleno en su rol de cineasta. Muchos considerarán que parte importante del material es disfrutable más que nada para los fans del director, pero The Art Life es una película hermosa, y hasta podría decirse que es importante para cualquier persona que esté dando sus primeros pasos en el arte. Más allá de los misterios a resolver, hay en este documental un Lynch honesto y sincero como pocas veces, que nos muestra las alegrías, miedos y sacrificios que involucra crear, sin contar su experiencia desde una torre de marfil ni sermonear sobre cómo se debe ser. The Art Life no abandona en ningún momento el bajo perfil, pero termina convirtiéndose en una obra iniciática para quienes deseen auténticamente, más que vivir del arte, que su vida sea artística. Es un relato emocionante, a la altura de autobiografías como Mi último suspiro (1982), de Luis Buñuel.

David Lynch. The Art Life

Dirigida por Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm. Estados Unidos/ Dinamarca, 2016. Cinemateca 18 y sala Pocitos.