La representación del Estado uruguayo en el exterior, y particularmente en los organismos multilaterales, es responsabilidad del Ministerio de Relaciones Exteriores. Las invitaciones que se cursan, destinadas a cualquier repartición o poder del Estado, se hacen por intermedio de las misiones en el exterior, que las remiten a la Dirección General de Asuntos Políticos, al Departamento de Asuntos Multilaterales y, en este caso, a la Dirección de Derechos Humanos. No es un trámite administrativo. Es un mecanismo que asegura que el Estado uruguayo no esté omiso en ninguna instancia. Luego, es una decisión política estar o no estar presente.

En el caso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), toda invitación es enviada a la Misión Permanente ante la Organización de Estados Americanos, que hace un seguimiento puntilloso y responsable de la actividad de todo el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

Siendo Uruguay uno de los estados que más han defendido la autonomía e independencia de la CIDH y que han apoyado su acción en forma inclaudicable, la misión tiene una relación privilegiada en el diálogo, contacto y actividad de este organismo. Todos los comisionados y el equipo de la CIDH consideran a Uruguay un país amigo y colaborador. Esto, precisamente, fue lo que generó la dolorosa sorpresa expresada por su comisionado Francisco Eguiguren en la apertura de la 162ª audiencia de la CIDH.

El Ministerio de Relaciones Exteriores no es un mensajero. Tiene, incluso, la obligación política de recomendar a quien ha sido invitado a estas actividades a concurrir, y persuadirlo (respetando la separación de poderes) de que lo haga. En última instancia, se hacen las consultas pertinentes para que un representante diplomático, enviado especialmente o residente en el lugar de la convocatoria, se haga presente y brinde información, aun escrita, de lo que sea discutido en el encuentro.

De alguna manera, haber enviado una nota es una forma de respuesta. La peor posible. Poco elegante, para decir lo menos. Políticamente significativa, para ser más precisos.

El argumento de que hay poderes del Estado que “no tienen nada que aportar” es insólito. Para la honorabilidad de la CIDH, para las organizaciones peticionantes y para todos los ciudadanos del país.

La tradición de Uruguay en derechos humanos no es lo que está en cuestión. ¿O sí? Hay que ir a escuchar para saber si estamos o no en falta, y dialogar sobre reparar algunas prácticas que impiden la salvaguarda de derechos. Señor canciller: los estados ceden soberanía para ser evaluados cuando violan derechos humanos o no los protegen, e incluso cuando no los promueven. Y los ciudadanos y ciudadanas pueden recurrir a estos organismos supranacionales a pedir amparo.

¿Es pensable que Uruguay no se presentara al examen periódico universal de derechos humanos que realiza la Organización de las Naciones Unidas en Ginebra, bajo el argumento de que siempre respetó los derechos humanos y que no tiene nada que aportar? Todos los organismos multilaterales de derechos humanos realizan evaluaciones de los estados y le dan participación a la sociedad civil para conocer las denuncias u opiniones disímiles. Los estados serios concurren siempre. Esa ha sido nuestra tradición. Lo dicho: cualquier tercer secretario o escalafón más bajo de la carrera diplomática sabe que nunca, nunca, la silla de Uruguay puede estar vacía, aunque más no sea para escuchar y tomar nota.

Esperemos que esto haya sido sólo un error y que no marque un antecedente. Estamos a tiempo de reparar. No sé cómo. No es por el camino de las explicaciones que el señor ministro ha ensayado.

En octubre la CIDH sesionará en Uruguay. La rotación de sesiones en los países signatarios del Pacto de San José de Costa Rica fue una sugerencia, entre otros, de Uruguay, para quebrar la práctica de hacerlas siempre en Washington DC (teniendo en cuenta que Estados Unidos no ratificó la Convención Interamericana de Derechos Humanos). Se necesita generar un clima amable.