En abril de 2011, el general del aire José Bonilla, entonces jefe del Estado Mayor de Defensa y antes comandante en jefe de la Fuerza Aérea, dijo al hoy desaparecido diario Últimas Noticias que ningún militar iba a aportar información sobre el terrorismo de Estado si no se le garantizaba impunidad. “Si alguien dice la verdad, [...] inmediatamente se lo manda preso. Entonces, no puede haber verdad si hay justicia. Son palabras que una y otra no van unidas”, afirmó. En aquel momento, el ministro de Defensa Nacional, Luis Rosadilla, le aplicó a Bonilla una amonestación por haber realizado expresiones de carácter político que le estaban vedadas. El alto oficial presentó un recurso contra la sanción y alegó que sus dichos no habían sido “apreciaciones políticas”, sino expresiones “desde el sentido común”, que reafirmaba.

Y aún las reafirma, ya retirado y mientras considera una invitación a convertirse formalmente en político, que se le planteó desde el Partido Colorado: reiteró su opinión ayer de mañana, entrevistado en la radio El Espectador. El problema con el “sentido común” de Bonilla es que, según arguye, el país “se perdió una gran oportunidad” de que hubiera, si no justicia, por lo menos verdad, justamente en aquel 2011, cuando se declararon imprescriptibles los delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura. Lo que no parece tener en cuenta el general del aire es que durante un muy largo período previo, desde la aprobación de la ley de caducidad, esa norma garantizó la impunidad de los criminales y, sin embargo, la información brilló por su ausencia. Lo que mostraron en realidad los hechos es que quienes saben lo que pasó prefieren no pagar ni siquiera el precio de revelarlo.

En todo caso, el asunto que desvela a Bonilla en estos días no es la posibilidad de que se esclarezcan crímenes. Según informó la semana pasada el diario El Observador, se viene reuniendo con dirigentes políticos para tratar de convencerlos de que el proyecto de reforma del Servicio de Retiros y Pensiones de las Fuerzas Armadas que envió el Poder Ejecutivo al Parlamento tendría “consecuencias negativas”. Entre estas, incluye el riesgo de que haya una estampida de renuncias del personal sanitario del Hospital Central de las Fuerzas Armadas (más conocido como Hospital Militar). Quienes cumplen funciones allí están asimilados, incluso con grado, a las Fuerzas Armadas y, por lo tanto, en la actualidad se jubilan con los mismos beneficios que los uniformados. Lo que dice Bonilla es que si pierden la expectativa de esa recompensa, “ya no sería atractivo” para ellos trabajar en la institución, y “se va a ir todo el mundo”, para “evitar que los agarre la nueva ley”, antes de que esta entre en vigencia el 1º de enero de 2018.

Para peor –desde el punto de vista del general del aire retirado, claro está–, la ausencia de estímulos para revistar en las instituciones castrenses no sólo va a ahuyentar a médicos, enfermeras y demás civiles asimilados en la Dirección Nacional de Sanidad de las Fuerzas Armadas, sino también a los propios militares: desde los que tienen altas responsabilidades, y van a preferir cosechar ya el fruto casi maduro de su jubilación especial, hasta el personal subalterno que, una vez retirada la zanahoria de esos beneficios de retiro, no tendrá incentivos para seguir en su sacrificada profesión. De modo que, según dijo en El Espectador, “este proyecto tiende a que las Fuerzas Armadas desaparezcan”.

Hay que reconocer que, en este tema, Bonilla lleva a la práctica su tesis: los beneficios de retiro militares no serán justos, pero por lo menos hay que decir la verdad sobre ellos. Y la verdad, según el general del aire, es que –para decirlo en forma edulcorada– por dinero danza el simio. O sea, que más allá de la retórica sobre la patria y la disposición a inmolarse para defenderla, el espíritu de servicio, los valores artiguistas y la esencia de la orientalidad, sin la promesa de una considerable recompensa material, muy pocas personas permanecerían en las Fuerzas Armadas o ingresarían en ellas.

Si las cosas son como dice el general del aire, quizá el país esté hoy, realmente, ante “una gran oportunidad” que no debería desperdiciar: la oportunidad de una reducción drástica de las Fuerzas Armadas que, además de aliviar las cuentas del Estado, depure a esa institución de quienes sólo están en ella por el interés en un retiro mucho más apetecible que el de la gran mayoría de la población, y permita repensar –con serenidad, rigor y el “sentido común” que Bonilla invocaba– en qué medida, para qué fines y con qué porcentaje del gasto público le conviene a nuestro país mantener militares.