El principal encanto de La academia de las musas estriba en la tensión entre la aparente atemporalidad de un debate teórico, encerrado en las aulas en las que se desarrolla la película, y las líneas subterráneas con la actualidad que se tienden más allá de ese debate. Este casi documental parte de una serie de coloquios en los que el catedrático italiano Raffaele Pinto diserta sobre el papel de las musas (no las mitológicas, sino personas inspiradoras) en la obra de Dante Alighieri y más allá, a las que concibe como el motor universal detrás de la música, la poesía, el arte en sí mismo y la belleza en general. En definitiva, una especie de summa moral y ética construida alrededor de ellas. En apariencia, se trata de una clase concentrada en una corriente estética y en determinado período de tiempo (específicamente, el dolce stil nuovo de la segunda mitad del siglo XIII, con la Beatrice de Dante como el arquetipo fundamental de la musa como puente entre lo humano y lo divino), pero pronto todo deriva en una agenda más actual: la necesidad de volver a localizar a las musas como centro de la cuestión y de reformularlas para el presente, a fin de educar a los seres humanos acerca de una especie de belleza perdida, cercana a lo sublime.

Para explicarlo mejor, Raffaele pretende adoctrinar a sus oyentes acerca del valor de convertirse en musas para ser elementos activos de un cambio cultural. El plan, por extraño que parezca, parece tener su lógica, considerando que casi todas las personas que integran la clase son mujeres, muchas de ellas de una belleza no necesariamente estándar, pero con ciertas particularidades que –tal como percibimos en los créditos finales del film, en los que la cámara retrata a las disertantes más habituales– las convierten en una especie de figuras que guardan relación con lo que dicen.

En realidad, el único varón que aparece en el centro de escenas es el profesor, mientras que los demás quedan relegados en la edición o son meramente aludidos (salvo una breve escena entre una de sus alumnas y un amante al que conoció por internet). Lo que tenemos, entonces, es que pese a ser un gordo de lentes y medio retacón, Raffaele no demora mucho en colocarse en un lugar privilegiado, borrando el límite entre su intención de adiestrar musas para los retos de los tiempos actuales y la tarea de ir construyendo a su alrededor una especie de harén propio, de musas con las que debatir y a las que admirar.

Muchas de las discusiones registradas por la cámara dentro y fuera del aula son exquisitas en la misma medida en que son incómodas, porque parecen, en el estilo del amor cortés, estar todo el tiempo rodeando la consumación sexual, sin llegar a ella. Especialmente fuera de la universidad, todas las conversaciones que mantiene Raffaele se presentan a través de la ventana de un bar o del parabrisas de un auto, con un sol que pega en los vidrios remarcando la distancia de la cámara (y la nuestra) de lo que está sucediendo. En este registro, pese a la cercanía, siempre da la impresión de que viéramos una filmación hecha con la cámara de un detective privado que registra la charla posterior a una escapada romántica o sexual.

La película podría seguir esa línea y abrazar el vínculo del profesor con su ejército de musas como la proposición de una forma alternativa del amor (la de un amor sin posesión, donde lo que se cuida es el fuego único que se enciende en cada encuentro, y no la búsqueda de un amor que nos acerque a un Bien total), pero pronto vamos viendo elementos que escapan a la propuesta inicial de Raffaele y que van tornando al film mucho más humano, al tiempo que la narrativa del seudodocumental se encauza hacia terrenos más cercanos a la ficción.

El asunto principal que domina la segunda mitad del film es que Raffaele efectivamente mantiene relaciones sexuales y afectivas con algunas de sus alumnas, su esposa percibe ese hecho y la trama se orienta hacia un enfrentamiento final. Es el momento en que el director José Luis Guerín muestra su fineza, logrando virar las charlas de lo filosófico a lo más melodramático, sin jamás perder la elegancia.

A la hora de reseñar una película como La academia de las musas hay que tener en cuenta que el centro de la cuestión es, más que cinematográfico, filosófico. Y en ello, más allá de la trama, hay una posición de Raffaele que merece ser discutida.

En primera instancia, su demanda de la conformación de una mujer nueva, una especie de musa que pueda reorientar al hombre hacia un nuevo camino, parece colocarse inevitablemente en un lugar reaccionario, con la intención de volver a los viejos valores. No hace falta ser un o una feminista de núcleo duro para entender esta propuesta como una política flagrantemente patriarcal, porque en algún sentido trata de volver a convertir a la mujer en señuelo de la mirada masculina. Quizá lo que querría hacer el profesor es combatir el mal desde dentro, relocalizando a la mujer en un rol del que –antiestratégicamente– se ha desentendido y proponiendo cambiar el signo de su participación de agente pasivo a activo. Sin embargo, uno puede percibir que dentro de este plan hay límites, una especie de traición del contenido por la forma, en la que uno siempre termina jugando con las reglas del otro (citando al profesor: “Uno nunca puede escapar del lenguaje”).

Lo interesante es que La academia de las musas es una película sobre el debate entre forma y contenido. En cierto momento, una estudiante joven le muestra a su profesor unos poemas en los que estuvo trabajando, y él le critica su forma, porque están escritos en verso libre, y aduce que la musicalidad de la naturaleza, a la que ella querría ceñirse en el texto, debería reproducirse en la métrica y en las rimas. En este debate, Raffaele representa claramente a la poesía de sonetos, como si no hubiese tanta distancia entre la representación y lo representado. Así también, al poner ejemplos de amor, cita a Francesca en La divina comedia, cuando dice que, al leer junto a Paolo pasajes del romance de Lanzarote y Ginebra, ellos fueron impulsados a consumar el acto. A su vez, el mencionado amante de una de las estudiantes habla, más que de una dimensión ontológica del amor que existe entre ella y él, de una serie de roles que los dos ocupan cuando están en contacto y se necesitan mutuamente.

Todo el film se va en esa cuestión que quizá sea la parte menos reaccionaria de La academia de las musas: el amor como una relación de posiciones alternantes, en la que ninguna de las personas involucradas sabe lo que tiene ni lo que le falta, en tanto –citando a Jacques Lacan– “lo que le falta a uno no es lo que está escondido en el otro”. Una especie de amor que parece obedecer a un malentendido radical, pero que guarda en sí una vitalidad mucho más importante que la noción más clásicamente platónica.

En esta paradoja está el acierto en el error del plan de Raffaele. Planteando un nuevo acercamiento a la verdad mediante la seducción, al convertirse activamente en el objeto romántico de otro, habla de un cambio de posiciones de la modernidad, de un momento en el que todos (ya desfondando el concepto de musa como algo femenino), por medio de las redes sociales, hemos hecho un cambio de posición desde el rol activo del ser deseante al del ser que se muestra para ser deseado.

La academia de las musas

Dirigida por José Luis Guerín. España, 2015. Con Rosa Delor y Emanuela Forgetta. Cinemateca 18.