Jueves 6 de julio de 1972, después de las 19.35. El vigésimo sexto capítulo de la novena temporada de Top of the Pops, el clásico programa musical de la BBC, vuelve de la pausa comercial. El presentador es Tony Blackburn, pero en las imágenes de archivo lo que perdura comienza con una imagen desenfocada: una mano derecha que rasga las cuerdas de una guitarra azul. Detrás se adivinan colores (rojo, azul, amarillo) en lo que ha de ser la indumentaria de quien toca, y pronto queda superpuesta una cara. Es David Bowie, quien sonríe con picardía mientras entona “hey no no / ooh no no”, o algo por el estilo, para de inmediato contar, sobre una base de guitarra acústica de 12 cuerdas, que no sabía qué hora era, estaba oscuro y desde la radio sonó un ruido extraño, una voz desfasada que “no era el DJ” sino un “jive cósmico”. Estalla entonces el estribillo: “there’s a starman waiting in the sky” (hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo).

Y nada volvería a ser igual.

Durante los tres minutos y pico que dura la canción, vemos a Bowie –vestido con un enterito colorido y altas botas rojas– mirar a la cámara, simular que marca un número en el dial de un teléfono (“quise llamar a alguien y pensé en vos-vos-vos”), soltar la guitarra, llevarse la mano delicadamente al oído y, especialmente, abrazar y acariciar a Mick Ronson, el guitarrista de la banda con la que toca la canción, el primer single del álbum The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, en el que se cuenta la historia de un extraterrestre que deviene estrella de rock. Ese gesto daría que hablar, del mismo modo que el cabello anaranjado del cantante y el maquillaje en su cara delicada y andrógina, además de, por supuesto, el subtexto evidentemente homoerótico. Al día siguiente, dice la leyenda, Londres se llenó de adolescentes maquilladas y maquillados, que soñarían por docenas con tocar en sus propias bandas. El pop y el rock cambiaron para siempre, y la carrera de Bowie –la más influyente a lo largo de los años 70– terminó de establecerse después de unos cuantos arranques fallidos.

Pero no fue allí que nació el llamado glam rock, esa categoría difusa solapada a otros tantos subgéneros del pop y el rock; en marzo de 1971, Marc Bolan –maquillado con algo de brillantina en las mejillas– había tocado su hit “Hot Love” y dado comienzo a la “bolanmanía”, un fenómeno de fanatismo intenso que en su momento fue colocado al nivel de la beatlemanía (después la música de Bolan no estuvo a la altura, pero ese es otro tema). Esa fue, en cualquier caso, la fundación o inauguración más pública del glam, en el programa de televisión más visto por los adolescentes británicos, pero en rigor –porque la historia del glam es tan escurridiza como su definición–, Bolan había tomado la idea del abucheado grupo Hype, liderado en 1970 por Bowie y Tony Visconti. Los músicos de Hype salían a escena disfrazados de superhéroes y cada uno de ellos era presentado con el nombre de un personaje en esa línea: Bowie era “Space Star” o “Rainbowstar”; Visconti (en el bajo) era “Hyperman”; Mick Ronson, “Gangsterman”; y el baterista John Cambridge, “Cowboyman”.

En cualquier caso, entre 1972 y 1973 las tendencias principales del glam quedarían más o menos establecidas. Había un sonido ante todo pop, orientado al público adolescente (en oposición al rock progresivo, por lo general más pretencioso y solemne), con cierto componente nostálgico del rock’n’roll de la década de 1950, letras cargadas de indirectas sexuales y, sobre todo, un espíritu camp. La teatralidad y la impostura quedaban al frente de la propuesta, contrapuestas a la suerte de honestidad “profunda” y al culto a la originalidad y la singularidad que se había asociado con el rock posterior a Help!, de The Beatles, al blues-rock británico y a la escena hippie y psicodélica. Los músicos de glam no pasaban por grandes virtuosos y sus composiciones eran más bien simples: cuatro acordes y estribillos gancheros, que quedaban al mismo nivel que la ropa espacial, cierto ímpetu drag y el maquillaje. De hecho, en Estados Unidos, donde el fenómeno no prendió con tanta intensidad –aunque generó la banda que haría un uso más radical de la teatralidad: Alice Cooper–, el género fue conocido como glitter rock, “rock de brillantina”.

El glam atrajo a músicos que no habían logrado establecerse del todo hasta entonces –como el propio Bowie– y a otros que provenían de zonas muy diferentes del espectro pop/rock y que no atravesaban una buena época, entre ellos Iggy Pop y Lou Reed. En ese período dorado del glam (1972-1973), el panorama se estableció en lo que más o menos podría pensarse como dos grandes regiones: la del “alto glam”, con más pretensiones artísticas y conceptuales, intelectualizado y cargado de referencias literarias (con Oscar Wilde como referente indispensable, pero también la ciencia ficción, la distopía y la obra de escritores como F Scott Fitzgerald y Evelyn Waugh, con algún componente de Nietzsche, mucho esoterismo y nostalgia de la época dorada del cine de Hollywood); y el “bajo glam”, más proletario, visceral y descarado. Fueron ejemplos de esta última zona Slade (los más hardrockeros del catálogo), Gary Glitter (a quien las mallas ajustadas y brillantes no lograban disimularle la panza ni se molestaban en querer ocultarle el pelo abundante en el pecho), The Sweet y la estadounidense Suzi Quatro, la llamada “reina del glam” y una figura esencial para tantas rockeras de la segunda mitad de los 70 y también de los 80, entre ellas Joan Jett. El “alto glam”, a su vez, estaba representado por Bowie, Roxy Music y algunas bandas más bien tardías, entre ellas Cockney Rebel, con Marc Bolan moviéndose entre las dos categorías y abandonando de alguna manera la escena en 1973, cuando declaró que el glam estaba muerto y era ya una “vergüenza”.

Los hijos de la revolución

Por supuesto que, como ya quedó dicho, lo anterior no es sino una propuesta harto esquemática, que no logra dar cuenta de la complejidad del glam en tanto fenómeno pop. El punk, por ejemplo, que parece peleado por completo con el culto a la imagen y el refinamiento visual, musical y conceptual de bandas como Roxy Music, tendría en el glam un referente fundamental, tanto por la simplicidad de su regreso a las raíces rocanroleras como por el uso de la teatralidad más chocante para sacudir al público. Del mismo modo, el hard rock –que en la época del glam tenía como mayores representantes a bandas supervirtuosas como Led Zeppelin y Deep Purple– derivaría, mediante el primer heavy metal, de Van Halen y de algunas facetas de Judas Priest y de la llamada New Wave of British Heavy Metal, en el llamado glam metal de los años 80, cuyas bandas, en escena, parecían clones de los momentos más osados de Bowie como Ziggy Stardust (al tiempo que su sonido remitía a las bandas del glam más temprano, en particular Slade).

Una buena manera de orientarse –y descubrir la variedad musical del glam por medio de bandas no tan recordadas– es leer el reciente Como un golpe de rayo, de Simon Reynolds, que ofrece una excelente historia del género y explora sus conexiones con buena parte de la música pop/rock posterior. En su portada encontramos a un Bowie desafiante (ataviado con el traje de pirata/gitano con el que grabaría el video de “Rebel Rebel”, su hit del glam tardío) y una versión estilizada del rayo con el que el mismo cantante aparecería en la portada del álbum Aladdin Sane (1973), acaso la imagen más icónica de su carrera. Lo de “golpe de rayo” parece connotar, entonces, tanto lo deslumbrante y avasallador del fenómeno como lo esencial de la figura de Bowie; en inglés, sin embargo, el título es Shock and Awe (“shock y temor”, digamos, una locución de origen militar), más abstracto y menos centrado en el creador de Ziggy Stardust (pero la tapa de las ediciones inglesas retoma buena parte de la portada del mencionado Aladdin Sane y su rayo emblemático).

El libro está, de todas formas, notoriamente centrado en Bowie, y a lo largo de sus 12 capítulos temáticos (dispuestos para armar un claro proceso cronológico del glam) y su epílogo sobre la influencia posterior del género, es Bowie la figura más recurrente, a tal punto que Reynolds se permite explorar algunas facetas posglam de la proteica carrera de ese músico, entre ellas la de la llamada “trilogía de Berlín” (de fines de 1976 a comienzos de 1979, usualmente considerada su período de mayor excelencia artística). De hecho, Como un golpe de rayo arranca con Marc Bolan –Reynolds cuenta que la chispa que incendió su deseo de vincularse con el rock fue la aparición de Bolan cantando “Children of the Revolution” en Top of the Pops, una actuación que el futuro crítico de rock vería en un pequeño televisor blanco y negro– y termina con la muerte de Bowie en enero de 2016. En el medio quedan todas las bandas ya nombradas más arriba, pero también New York Dolls –representante de la zona más trash y protopunk del glam–, la película Pink Flamingos (1972), el glam barroco/operístico de Queen, el intento fallido de crear un Bowie estadounidense que puede leerse en la breve carrera de Jobriath, y otros grupos menores, entre ellos Mud, Junkshop Glam, Hello (presentados por Reynolds como algo pensado ante todo para las discotecas y, a su manera, un antecedente de la música disco de los 70 tardíos), además de mucho Iggy Pop y The Stooges, Mott the Hoople, Wayne County y también The Cockettes, Sparks, Jet, Be-Bop Deluxe, Zolar, Silverhead o Les Petites Bonbons. Son especialmente interesantes los capítulos dedicados a “el punk antes del punk” (Heavy Metal Kids, The Sensational Alex Harvey Band, The Tubes, The Runaways, Doctors of Madness y la primera encarnación de Ultravox) y a la exploración del concepto de nostalgia por los 50 y parte de los 60, que tiene momentos especialmente representativos en los discos de versiones Pin Ups (de Bowie) y These Foolish Things (de Bryan Ferry, cantante de Roxy Music), aunque no menos –como deja claro Reynolds– que el boogie de The Sweet, Marc Bolan y un disco como Glitter (1972), de Gary Glitter, con versiones de canciones de Chuck Berry, Ritchie Valens y Big Joe Williams.

Reynolds es, sin duda, uno de los críticos de rock más interesantes de las últimas décadas. Sus libros Retromania (2011), que historia la tendencia del rock a la metatextualidad y la nostalgia; y Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (2005), ambos publicados en castellano por la fascinante editorial argentina Caja Negra, son de referencia obligada para cualquier lector interesado en la historia o las historias del rock y el pop, del mismo modo que –acaso el más sugerente y provocador del pensamiento– Después del rock (2010), compilado de ensayos sobre ambient, posrock, electrónica y psicodelia. En ese último libro queda bien claro el enfoque de Reynolds, centrado en la crítica cultural (con notorias inluencias de Roland Barthes, Julia Kristeva, Michel Foucault, Georges Bataille, Gilles Deleuze y Félix Guattari), y su atención por el sonido en su cualidad más textural y tímbrica, en oposición al encare de una generación anterior de periodistas y críticos de rock que tiene en Greil Marcus y Robert Christgau a sus exponentes más notorios, centrados en el análisis de las letras en un contexto sociopolítico y basados en estéticas expresionistas o románticas. Sin duda, a la hora de exponer en forma fértil al glam y sus complicaciones, este último modelo no parece tan adecuado o empático como el que cabe leer en la escritura de Reynolds. Es interesante, por tanto, notar aquellas secciones de Como un golpe de rayo en las que su autor parece tomar una distancia algo extraña del tema y no logra ofrecer una exposición tan satisfactoria como la que aparece en otras partes del libro: acaso por un simple asunto de sensibilidad personal, Reynolds no llega a armar un buen relato de la relación del glam más clásico con el de los 80 (el glam metal ante todo) y el de los 90 (que toca a bandas como Suede y a cierto britpop, además de a Marilyn Manson y buena parte del goth de segunda o tercera generación). Más interesante es su lectura de la influencia del glam en general (y de Bowie en particular) en bandas pospunk y new wave, y también de los proyectos de Lady Gaga y Kesha, acaso por su componente más dance y electrónico (un área que Reynolds domina, como dejó claro en Energy Flash, su libro aún no traducido sobre la cultura dance).