“Constructora reclama desalojo de 524 familias en el Complejo Verdisol”. “Continua este jueves el desalojo del asentamiento La Quinta y del Parque Guaraní”. “Cerca de 1.500 personas del barrio Don Márquez podrían ser desalojadas”. “Vecinas/os de 25 de mayo e Ituzaingó, muchas de ellas familias de migrantes peruanas, serán desalojadas”. “Y, el Estado, entre tanto, trabaja en silencio”.

Si, lamentablemente sí. Esto que leo en la prensa una y otra vez es verdad. Desalojos tras desalojos, la propiedad privada camina impune por Montevideo, mientras nuestra legislación no avance en la incorporación de leyes que nos habiliten a proteger a las poblaciones en situación de vulnerabilidad de los desalojos forzoso. Quienes velamos por los derechos a la vivienda, nos sentimos que estamos literalmente “en la guerra con un tenedor”.

Sabemos quiénes son objeto de estos desalojos; mujeres solas con hijos, familias de migrantes, los más pobres, sin trabajo remunerado fijo, familias afrodescendientes. Los expulsados del sistema -dijera Saskia Sassen. Ahora ¿quiénes están por detrás impulsando estos desalojos?

Estoy convencida que un Estado que no tiene regulación, poder o control de precios sobre el suelo urbano -o de la tierra- y sobre los alquileres, es cómplice de un modelo de desarrollo territorial excluyente, ya que el acceso a la ciudad se define entonces por quienes pueden pagar los precios que el mercado impone. La velocidad del mercado en la expulsión de los más humildes hacia las periferias, es mayor que la velocidad de implementación de las políticas públicas con las cuales se generan infraestructuras y servicios en la “no- ciudad”. Donde faltan plazas para el encuentro, donde los ómnibus no llegan, las calles son caminos que no tienen nombre, ni luz, ni veredas.

Tenemos un programa de regularización dominal y urbana de asentamientos. Tenemos un plan de relocalizaciones para quienes ocupan tierras inundables y contaminadas. Tenemos una cartera de tierras urbanas para acceso al suelo de cooperativas de vivienda. Tenemos un proyecto de recuperación de fincas abandonadas y deudoras, además de instrumentos para la captación de las plusvalías urbanas que nos permiten volcar esos fondos en las periferias. Llevamos servicios de electricidad, alumbrado, saneamiento, agua y vialidad independientemente de quien sea la titularidad de la tierra. Hemos puesto cuotas de acceso a los programas del Sistema público de vivienda, para proteger a quienes viven en la ciudad consolidada y evitar la gentrificación. Se concretó una pena tributaria a quienes tienen viviendas vacías. Pero no alcanzamos nunca, nunca.

La velocidad de la expulsión es mayor y el sistema que protege a la sacrosanta propiedad privada nos interpela cada día con nuevos desalojos. Y por más que tengamos una Ley de Ordenamiento Territorial y un Plan de acceso al suelo urbano cada vez más cercano a la gente, cuando aparecen las emergencias de que las familias puedan quedar en la calle, lo único que nos queda es “decretar la expropiación” y eso al final es seguirle el juego a la propiedad, porque luego hay que pagar el justo precio a los especuladores que impulsaron el desalojo, a veces incluso de tierras inundables que ni siquiera son aptas para vivir.

Mientras no incorporemos en la legislación la posibilidad de proteger a las familias objeto de desalojos reconociendo el derecho a permanecer, éstas seguirán el camino del desarraigo, de la pérdida de los lazos que las mujeres y los niños/as van construyendo cotidianamente en sus escuelas y en los barrios o edificios donde viven. Necesitamos un Código Civil que reconozca la naturaleza colectiva de los conflictos por desalojos frente al derecho de propiedad absoluto. Leyes que den seguridad en la tenencia a las familias más necesitadas. Debe ser un tema central a la hora de hablar de justicia social y de redistribución de los recursos. Para darle materialidad al discurso del derecho a la ciudad y a la vivienda digna (de este tipo de (in)seguridad me gustaría que se llenaran los noticieros).

Es necesario adoptar medidas políticas y legislativas que restrinjan los lanzamientos, donde ya no hay más que hacer, la exacta “fecha y hora” para abandonar el lugar. Si el desalojo forma parte del derecho de la propiedad, entonces paremos las órdenes de “los lanzamientos”. No podemos permitir lanzamientos a grupos de familias sin que el Estado pueda tener un tiempo prudente para la consulta y la negociación con las familias de una salida digna. No podemos dejar que el derecho de propiedad sea “absoluto” como si estuviéramos en una monarquía sin tener en cuenta la “función social” de la propiedad. Obliguemos a la propiedad (y a las sociedades anónimas que se esconden detrás de ella) a que fundamente el desalojo con un proyecto de uso sobre su bien inmueble (edificio o tierra), que tenga una aprobación del organismo correspondiente, que demuestre una financiación y que también se obligue a materializar dicho proyecto en una fecha concreta y no para que después de desalojar a las familias el inmueble quede tapiado con bloques por más de diez años.

Es necesario también derogar la Ley de Usurpación que criminaliza a las personas que ocupan ilegalmente una propiedad, siempre y cuando no tengan alternativa de acceder a una vivienda. Nos debemos la instrumentación de la Ley de Prescripción Quinquenaria, hacer viable la posibilidad de que el dominio pueda ser transferido a las familias que ocupan pacíficamente con destino a residencia por más de cinco años un finca.

Por último, que no haya una sola ejecución hipotecaria más de vivienda única que se encuentre declarada como bien de familia. Desplacemos la importancia de “las cosas materiales” a “las necesidades de las personas”, que los desalojos se produzcan únicamente para proteger la integridad de la vida por si hay peligro o riesgo de derrumbes o inundación.

Es hora de avanzar en legislar sobre el derecho a permanecer. Y el Estado tiene la obligación de ir más rápido que los procesos de expulsión.

Silvana Pissano | Casa Grande - FA