“Yo Soy el que Soy, tú eres la que no es”, le dijo Dios a Santa Caterina de Siena. En esa revelación puede comprenderse la cualidad cambiante y negativa (ser lo que no es) de la naturaleza humana, frente a la estabilidad positiva de Dios. El Ser ante nosotros, esa cosa sin contenido, que se define en proceso. Si de alguna forma se puede caracterizar a Brújula, última publicación a la fecha del escritor, traductor y profesor universitario de árabe Mathias Énard (1972), es como una novela de identidad.

Sin embargo, para ilustrar la complejidad de esa característica basta una anécdota. El protagonista se detiene en uno de sus objetos más preciados: una brújula casi idéntica a la que se conserva de Beethoven, pero con la particularidad de que apunta al Este, con un mecanismo de dos agujas —una oculta, que señala el norte magnético, y otra visible, a 90 grados de la anterior—. Ese doble movimiento es el de la novela, que se introduce en Oriente a través de su contrario, un Occidente que es Europa (nuestro norte), y también, a la inversa, se busca a sí mismo a través de lo diferente y descubre, finalmente, que las fronteras (metafóricas y reales) son arbitrarias, que el “sí mismo” es siempre “otro”.

Brújula, publicada en francés en 2015, no es tal vez la mejor obra para adentrarse en el mundo narrativo de su autor (probablemente ese puesto le corresponda a Calle de los ladrones, de 2012), ni la más perfecta (los críticos tienden a convenir que esa es Zona, de 2008), este libro, que ganó el prestigioso premio Goncourt, es acaso el que demanda una lectura más urgente.

En el país del no lugar

La Revolución Industrial significó, junto a la posibilidad de hacer masivos grandes descubrimientos científicos e importantes desarrollos tecnológicos, la definitiva instrumentación de la razón, puesta a merced de lo que se entendió como progreso y, cada vez con mayor fuerza, del capital. Ese cambio radical produjo, por otro lado y entre otras cosas, un inmenso crecimiento de las ciudades, un alejamiento de la naturaleza y una creciente secularización de la vida. Desde las artes, la respuesta no se hizo esperar: toda Europa (y pronto, también, América) se volvió a poblar de hadas, de malignos duendes, de trolls, vampiros, fantasmas y otras criaturas que desafiaban a la vez al entendimiento (es decir, al lenguaje) y al sentido común burgués. Los mayores artistas del siglo XIX, por eso, volvieron sus ojos a lo invisible, a lo oculto, a la magia. Y, también, a Oriente.

Desde el siglo anterior, con las guerras austroturcas y la posterior expansión del imperio napoleónico, el mundo oriental había vuelto a cautivar la atención de científicos y artistas; al tiempo que se consolidaba el “orientalismo” en las artes, florecían los estudios lingüísticos, arqueológicos e históricos, y las grandes exploraciones. Desde Europa, Oriente fue imaginado –sobre todo mediante la tradición forjada en torno al Libro del millón (1300) de Marco Polo, primero, y desde 1704 a Las mil y una noches y sus libérrimas y numerosas traducciones– como un terreno fértil para el ensueño y la fantasía, el erotismo y la violencia, la espiritualidad y lo diabólico. En 1978, sólo un año antes de la revolución iraní, Edward Said denunció en su obra más famosa, Orientalismo, la creación, por parte de académicos y artistas occidentales, de un “otro” que había facilitado (y aún lo hacía) el dominio y la subyugación colonial. Brújula es en parte una extensa y convincente refutación de esa parcial tesis de Said. Además, es una novela deslumbrante y ambiciosa, conjunción delicada de erudición y estilizadísima prosa poética.

Narrada por Franz Ritter, musicólogo austríaco especializado en las raíces orientales de la música clásica europea, que está en el umbral de la muerte, la historia, que abarca una sola noche de insomnio, sigue un desarrollo caótico y digresivo. En el universo de esas horas bituminosas, que como las de Borges tienen “la vastedad / del olvido y la precisión de la fiebre”, recorre recuerdos tumultuosos de sus viajes y de momentos junto a Sarah, la orientalista francesa que es el motivo de su desvelo. En su carácter nocturno, tal vez el más proclive a lo incierto y a lo melancólico, la novela presenta al lenguaje como lo “entre”, lo esencialmente hermético, un país del no lugar, como se llama también nâkodjââbad. Siempre en traducción (entre un imposible “original” y su versión, entre un lenguaje y otro, entre un tiempo presente y varios anteriores), se experimenta un mundo convulso, que se mueve en medio de vacíos espacios fantasmáticos parecidos a la memoria, a la muerte y al amor.

Saudade con nombres y fechas

Esta apasionada historia de desencuentros, que Franz evoca e imagina, está surcada por discusiones sobre el arte, los artistas y la historia convulsa de Oriente Medio –que entra a menudo, junto a Estado Islámico y a la llamada “crisis de los refugiados”, tiñendo las páginas de una opresiva oscuridad–. Sin embargo, la Historia contada por Énard no es, como quieren cada vez más muchos medios de comunicación, algunos políticos y cierta parte de la academia, una simple lucha de contrarios, en la que binomios como “barbarie” y “civilización”, “malos” y “buenos”, “subalternos” y “colonizadores” se reparten entre Oriente y Occidente dependiendo de la conveniencia del momento y del lugar, y el “choque de civilizaciones” parece algo confirmado, sabido y espeluznante.

Ritter, al contrario, en el fluir de su alborotada conciencia, persigue nombres e ideas que muestran lo borroso de los límites entre las culturas, y también (sin negar las atrocidades del imperialismo), el lugar fundamental de artistas y exploradores para el reconocimiento de lo propio en lo ajeno y viceversa. Halla, por ejemplo, en los mehter turcos que pudieron oírse en el segundo sitio otomano de Viena (1683), una inspiración de la 11 a sonata para piano de Mozart (1784); en la poesía del persa Hafez-e Shirazi, traducida al alemán por el austríaco Joseph von Hammer-Purgstall en 1812, el modelo del Diván de Oriente y Occidente (1819) de Goethe (y, tras él, de compositores como Franz Schubert, Robert Schumann, Felix Mendelssohn y Richard Strauss, que pusieron música a algunos de sus poemas); en la palabra árabe sawda, la raíz de la saudade portuguesa, que a menudo se traduce en español, muy parcialmente, como “nostalgia”. Esta palabra y los versos de Fernando Pessoa extenderán su sombra por ese insomnio enfermizo, impregnándolo con un tono opaco de paraíso perdido. En ese cuadro brillará con una luz intensa Sarah, obsesionada con las criaturas mágicas que plagaron el siglo XIX, con las mujeres (las muchas mujeres) que se adentraron en Oriente, con el influjo oriental en la literatura europea, y con la muerte y sus ritos.

La novela está dividida en horas, pero “el libro” (el de tesis que quiere escribir Ritter, y que de algún modo escribe mientras se abandona al pensamiento y al ensueño) está formado por los varios capítulos que integran un estudio, Diferentes formas de la locura en Oriente, que sigue un curso paralelo al del acontecer de los hechos, como si hubiera dos movimientos simultáneos impulsados, respectivamente, por una fuerza ensayística, de largas listas y aproximaciones teóricas, y otra puramente narrativa. En ese pasaje entre la discusión estética y el desvarío sentimental, entre mails, noticias, llamadas, cartas, charlas y sueños, entre recuerdos y consideraciones sobre lo inmediato, entre artículos académicos y fotografías, fluye esta maravillosa novela torrencial y subterránea, que nace en la laguna Estigia y cuyas aguas no dejan de correr.

Brújula

De Mathias Énard. Buenos Aires, Random House, 2017. 440 páginas.