La importancia para Uruguay de la revista Posdata, fundada en 1994 por Manuel Flores Silva, es innegable, pero su verdadero alcance todavía está por verse. Lo cierto es que su sección cultural (y luego la separata Insomnia) no sólo reunió a muchas de las principales figuras del panorama literario vernáculo y formó a gran parte de los periodistas culturales de aquella generación, sino que además dio espacio a algunos de los mayores escritores de ese momento, que eran casi siempre ignorados por los medios más tradicionales y por el público. Me refiero, entre otros, a Mario Levrero y a Marosa Di Giorgio, que escribieron en sus páginas con cierta regularidad hasta su cierre, en 2000. Si el primero había tenido suerte con sus Irrupciones, que se publicaron en libro parcialmente en 2001 y en su totalidad seis años después; las muchas columnas de la poeta, en cambio, no habían sido reunidas hasta ahora.

Otras vidas, editado en (cómo no) Argentina por Adriana Hidalgo, compila una serie de reseñas y notas más o menos largas publicadas en ese medio, más algunos prólogos y contratapas, y fragmentos de entrevistas diversas, y debe, por lo dicho antes, ser recibido con entusiasmo, aunque este sea luego empañado por sus muchos descuidos. Si pensamos que Di Giorgio escribió una columna semanal durante seis años en Posdata y conjeturamos que la mayor parte de los textos reunidos pertenecen a ese período, el libro debe ser leído como una selección (la compiladora, de hecho, no es otra que Nidia di Giorgio, hermana de Marosa y poeta ella misma). Lo preocupante es que varios de los textos de la primera mitad no tienen fecha de publicación, o la tienen pero no consta dónde fueron publicados, mientras que otros, por el contrario, aparecen datados. Si algunos son anteriores a Posdata (en uno, por ejemplo, menciona la futura aparición de la novela de Armonía Somers Los elefantes no comen mandrágora –Di Giorgio debe referirse a Sólo los elefantes encuentran mandrágora, que fue publicado en 1986–), nada nos indica si efectivamente aparecieron en otro sitio o estaban inéditos, si hay alguna errata (como la del título citado), o qué. Una edición más cuidadosa, que habría sido necesaria, aclararía estos detalles.

Por otro lado, además del íntimo y delicado prólogo de Eduardo Espina –que, al retratar a Di Giorgio, funciona como contracara de los retratos que la poeta hace de otros–, aparece un “A modo de epílogo” escrito por Juan Quintans, que nada agrega y cuya presencia es inexplicable. Como si esto fuera poco, hay una sección que reúne entrevistas o fragmentos de ellas que a veces contienen una sola pregunta con su respuesta, evidentemente separadas del resto, sin que nada indique a qué responde esa mutilación o por qué a veces no se conserva siquiera el nombre del entrevistador. Si uno puede pasar por alto estas negligencias, se encontrará ante una colección de textos maravillosos.

Una lectora salvaje

Pocos poetas hay en Uruguay que hayan devenido, como Marosa Di Giorgio, adjetivo. Lo marosiano, para cualquiera que haya leído así sea un pequeño fragmento de su obra (reunida bajo el título general de Los papeles salvajes), no requiere casi definición: significa, sin más, algo así como una extrañeza primordial y una sacralización de las cosas. En Otras vidas, lo sacralizado son los libros ajenos.

En las partes más importantes del volumen, que recogen reseñas y notas críticas, la poeta deslee, de algún modo, el canon nacional vigente cuando ella escribía. Esto tal vez haya perdido algo de su fuerza original, porque ese canon se ha acercado desde entonces al gusto de Di Giorgio, pero sus textos tienen en este libro, leídos desde su tiempo, muchas veces un gran poder reivindicativo, y en otros casos implican un no menos poderoso descubrimiento o incluso redescrubrimiento. Un caso paradigmático de esto último es la lectura de Eduardo Acevedo Díaz, uno de los más impresionantes narradores de nuestra historia, transformado por Di Giorgio, casi mediante un pase de magia, en un precursor de su propia poesía.

Algo similar, pero en otro sentido, ocurre con Armonía Somers o Felisberto Hernández, a quienes Di Giorgio, prosista ella también, lee en clave poética en un par de ensayos centrales. Hay lugar en estas páginas inspiradas para artistas hoy relegadas como la insólita poeta Concepción Silva Belinzon (recientemente mencionada también por Ida Vitale en una entrevista) o la enigmática María de Montserrat, autora de cuentos fascinantes. Hay trabajos largos (que son usualmente también los mejores) consagrados a autoras como Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira o Amanda Berenguer, y otros brevísimos sobre Circe Maia, Idea Vilariño y Sara de Ibáñez; hay escritos acerca de poetas anteriores (Juana de Ibarbourou), algo mayores (Orfila Bardesio), contemporáneas (Suleika Ibáñez, Selva Casal) y menores (Teresa Porzecanski, Leonardo Garet, Teresa Amy, Roberto Echavarren, Luis Bravo, Aldo Mazzucchelli, Silvia Guerra, Gabriel Peveroni); hay uruguayos (todos los nombrados anteriormente) y no uruguayos (Czesław Miłosz, Emily Dickinson, André Breton, Yannis Ritsos, Manuel Acuña, Silvina Ocampo, Emily Brontë); hay también pintores, como Giuseppe Arcimboldo y Edward William Cooke. Esta pluralidad ayuda a componer una suerte de mapa artístico en el que situar a la propia autora, que funciona como piedra filosofal y torna suyas a la tradición y a la posteridad.

Se ha dicho que las “irrupciones” de Levrero son un género en sí mismo. Casi lo mismo puede afirmarse de estos retratos marosianos, cuyo principal interés radica en su escritura, sin que esto signifique que no haya una densidad conceptual, que casi siempre aparece tímidamente. En este sentido, es interesante señalar cómo introduce su discurso en medio de citas más “prestigiosas”, y, para esto, un ejemplo alcanza: hablando de Felisberto Hernández, sostiene que “Ángel Rama apuntó que fue, en cierto modo, el precursor del realismo mágico”, pero acota que “sin embargo su prosa, y estamos tentados de decir, su poesía, no lleva diamantes ni lentejuelas. Es elusiva, cautelosa, morosa, sorprendente”. En ese reparo presentado por el “sin embargo” no hay una negación tajante (y a menudo Rama, entre otros, es citado como autoridad), pero algo en el tono implica una distancia que acaso no quiere evidenciarse.

No sólo en ese sentido hay cierta resistencia a los críticos de lo que se llamó la generación del 45, sino también en una marcada antiobjetividad, que no teme señalar la amistad de Di Giorgio con alguna de las mujeres reseñadas y realiza lecturas cargadas de un evidente tinte personal, como cuando menciona los “Recuerdos de mi madre” en su nota-poema sobre Silvina Ocampo. Otra diferencia interesante –no sólo con las “generaciones críticas”, sino también con el estilo periodístico imperante aún hoy– es la confusión deliberada de géneros, que satura cada texto con evocaciones, anécdotas, apreciaciones literarias y versos.

En ese borramiento del límite entre “escribir sobre poesía” y “escribir poesía”, en ese juego magistral con las palabras consagradas, las palabras ya marosianas y las palabras “comunes” (incluso el lunfardo), en el curioso uso de la cita, que engarza el discurso ajeno en el propio, la obra ensayística de Di Giorgio se revela, como toda la suya, escrita mañana.

Otras vidas, de Marosa di Giorgio. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2017. 256 páginas.