En los últimos cinco años, en un lustro maravilloso para el decano maragato, Central fue campeón de la Copa Nacional de Clubes, el título máximo para un club de la Organización del Fútbol del Interior en tres ocasiones.

Cuando aún no sabía que se llama Gerónimo, ni mucho menos que en sus 11 años de vida había vivido las tres máximas conquistas a las que un club, su club, puede aspirar –porque ser campeón del interior para nosotros los canarios significa ser campeón de América y del mundo y de todo el cosmos y el sistema interplanetario–, lo vi a la distancia, saltando contra al alambrado y queriendo ser parte de la fiesta de la que él mismo, a su temprana edad, era protagonista. Gerónimo, con sus 11 añitos y su camiseta histórica, la del decano maragato, estaba prendido al alambrado y lloraba y lloraba tanto que sus ojos rojos parecían un detalle en la camiseta albinegra de talle de niño, mientras quería atravesar el tejido de alambre para tocar la gloria de sus mayores, esos muchachos que, más allá de lo que cobren o dejen de cobrar, estaban ahí por la camiseta, por la gloria, igual que el gurí que no paraba de llorar.

Match point

Hay thrillers en los que, más allá de su desarrollo y sus chicanas argumentales, por más complicado y complejo que sea el avance de ese guion de la vida, uno sabe por dónde va a estar el inevitable final del asunto. Estaban en tiempo cumplido, o casi. Había tiempo. Cada progresión ofensiva de los maragatos parecía un cuchillo caliente asaltando sin reparos el paquete de manteca. Así había sido todo el partido y así sería el remate. En una jugada que pareció haber sido concebida según las reglas del otro deporte que se creó en la Universidad de Rugby, y después de buscarle la vuelta y llevar la pelota de un lado para el otro, apareció el pase en profundidad a la izquierda, y ahí se filtró el milagro –que no era milagro– y la pelota fue rasante, fuerte, seca e inevitable hacia el gol.

Les podrá resultar un oxímoron, pero el silencio y el hielo sobrevinieron simultáneamente al estruendo y el calor de la emoción. Era el gol del empate, el gol del campeonato, el que transformó en realidad los sueños, el esfuerzo, el cansancio de querer y seguir queriendo, de intentarlo, de caerse pero no entregarse, de saber que querer no siempre es poder pero que es decisivo seguir, generar, colocar un ladrillo encima del otro.

Fue el sábado en Melo, en la final de la Copa Nacional de Clubes. Jugaban el decano del fútbol arachán y tal vez hasta del interior, Melo Wanderers, y el decano del fútbol maragato, Central. Fue un partido maravilloso, de ataques consecutivos de un lado para el otro, de intentos válidos con la pelota en los pies, de zagueros fuertes, de arquerazos, de caderas anchas y zapatitos de colores.

Todo un país atrás

Los dueños de casa preparaban con razón la fiesta, pero 500 o 600 maragatos sabían que no habían atravesado medio país en vano. El partido fue de ataque y ataque, con la peligrosidad de Pablo Cabrera en la visita, con la madura velocidad líquida de Rino Lucas en los fusionados locales.

De aquí para allá, de allá para aquí, con los zagueros bien plantados y los delanteros acomodándose de un lado para el otro, transcurrió el juego hasta que, por repetición de un lado, el de Melo Wanderers, llegó el gol con palomita de cabeza de Lucas, que, tras un córner y un cabezazo inicial y con mucha intención de Bruno Moura, se tiró de cabeza a la felicidad y tranquilidad del gol.

Central, que, tras la victoria de hace ocho días en el Casto Martínez Laguarda y conocedor del formato de definición, durmió seis noches sabiendo que lo peor que le podía pasar era llegar a la definición por penales, casi no cambió su posición ni su ritmo en la cancha. Siguió cambiando pelotas, buscando poner una bocha para Cabrera o Sebastián Gandini, mandarla al trampero y volver a poner el juego en su zona de confort.

Ya son casi las seis de la tarde. El cielo se oscurece en Melo, pero la luz y la emoción iluminan la vida de Gerónimo, que llora desconsoladamente mientras uno de sus héroes, uno de sus campeones, pasa ante el asombro de sus ojos, rojos de lágrimas de alegría, la medalla de campeón que aprieta fuerte entre sus manos. Esos hombres que saltan y dan rienda suelta a su alegría tienen para Gerónimo el mismo valor de héroes que para otros niños los inalcanzables Cristiano Ronaldo, Antoine Griezman, Neymar o Kylian Mbappé.

Los héroes de mi pueblo

En el umbral del vestuario, mientras adentro la orejona sube hasta el cielo y esos hombres se transforman en niños otra vez y cantan y gritan en ronda, el gurí los mira, casi como si los estuviera mirando por televisión. Pero es verdad, es acá, allá, donde están ellos, que le pasan la mano por la cabeza, en el momento de gloria, igual que lo harán cuando, travestidos en los vecinos de cada día, saluden desde las calles de San José, desde la chiva, la Hondita o el Fiat tuneado, con un oooop que estira el saludo mientras la chiva se aleja, y ese campeón, campeón de todo lo que puede ser campeón de acuerdo a su organización, el mundo en el que vive, se aleja pedaleando alegremente.

Gerónimo les contará a sus amigos, otros Gerónimos de otros equipos –de Universal, de Río Negro, de River Plate–, que ese es Fabio García, Marcelo Delgado, Sebastián Cabo, Maxi Britos, Matías Castro, Rodrigo Rodríguez, Matías Nantes, Emanuel Berrospe, Matías Chacón, Rodrigo Boutureira, Ignacio Guardado, Sebastián Gandini, Pablo González, Pablo Cabrera. “Son los campeones, ellos son mis campeones y hasta tengo la medalla”, dirá.

Fue un partido precioso, divino, emocionante, con todas las idas y venidas posibles, con ese final de película que parece sacado de Match Point, la increíble película de Woody Allen, que no tiene ni tendrá idea de dónde está San José de Mayo ni de dónde está Melo, ni de cuánto cuesta bordear el santoral e ir deglutiendo pueblos que la ruta cachetea y ningunea. Gira la pelota, gira la vida, y parece que se va casi todo, o no. Butu, Rodrigo Boutureira, convencido como sus compañeros de intentarlo hasta el final, le filtra una increíble pelota a Nacho Guardado por la izquierda. A la hora del ollazo, desde el maravilloso arquero Fabio García, el primer atacante de los albinegros, hasta el goleador Pablo Cabrera, todos siguen con la idea de encontrar el lugar o el pase, de hacer girar la pelota. Cuando Boutureira activó en velocidad a Guardado y se metió en el área, ya estaba casi todo. Fue, fue y fue Nacho, y mandó el zurdazo que buscó a Cabrera pero encontró a Maeso y las redes.

La gloria.

Eso.

Llora Gerónimo. Su espíritu de niño es el de un campeón, es el de Central, el decano.

La gloria.

Detalles Estadio Ubilla de Melo. Segunda final de la Copa Nacional de Clubes A. Central de San José Campeón por suma de puntos (2-1 ganó en la ida).

Árbitros de Colonia Interior: Cristian Bouvier, Sebastián Aldacour y Sebastián Martini.

Melo Wanderers 1 Horacio Villanueva, Alejandro Ferreira (Ruben González), Heber Maeso, Abel Nazario, Mathías Sosa, Bruno Moura, Gastón Silva, Óscar Silva, Nicolás Olivera (Rodrigo Alaniz), Juan Silvera y Rino Lucas. DT: Jorge García.

Central 1 Fabio García, Marcelo Delgado (Sebastián Cabo), Maxi Britos, Matías Castro, Rodrigo Rodríguez, Matías Nantes, Emanuel Berrospe (Matías Chacón), Rodrigo Boutureira, Juan Ignacio Guardado, Sebastián Gandini (Pablo González) y Pablo Cabrera. DT: Claudio Perazza.

Goles: 30’ Rino Lucas (MW), 90+3’ Heber Maeso – autogol– (C) (la diaria se lo otorgaría a Juan Ignacio Guardado, el que remató).