En la 14ª edición del festival Piriápolis de Película, llevada a cabo los días 4, 5 y 6 de agosto, la programación fue, como siempre, muy variada, con fuerte predominio del cine latinoamericano, complementado con algunas producciones angloamericanas y europeas. Hubo de todo: películas hechas con un presupuesto cómodo o exiguo, con un lenguaje convencional o desafiante, con fines de entretenimiento o de exploración estética o de cuestionamiento social. En la biaba de 13 largometrajes en tres jornadas, de pronto me vino a la mente algo que quizá sea obvio pero no siempre tenemos presente: hubo una mayoría de películas que retratan a personas marginadas o pobres. Nuestra cartelera comercial habitual dista mucho de guardar proporción con la distribución económico-social del mundo, y eso tiene su lógica: la mayor parte del cine funciona por identificación, y los pobres no pueden pagar entradas. A su vez, el valor de las entradas está pensado expresamente para dejarlos afuera, no sea cosa que los shoppings donde se concentra la mayoría de las salas sean perturbados con la intrusión de una población incompatible con el glamour de consumo que se pretende mantener allí. Aunque las entradas a las funciones de Piriápolis de Película son gratuitas, los hábitos son fuertes y el público que concurrió al Argentino Hotel no parecía ser esencialmente distinto del que se suele encontrar, por ejemplo, en el Life Cinemas Alfabeta. Pero la experiencia brindada fue radicalmente distinta (y aun más apartada de la del cine pochoclero dirigido a adolescentes), ya que se trata, en buena medida, de films con esquemas de producción, distribución y circulación alternativos, que propician una “demografía de personajes” distinta de la cartelera comercial, así como un encare más franco y honesto del mundo.

Esa correspondencia entre estilo, esquema de producción, público potencial y clase social de los personajes no es inviolable. La argentina Madraza, ópera prima de Hernán Aguilar, sin llegar a ser un “tanque”, se destina al gran público del circuito comercial y lidia con personajes mayoritariamente villeros. Probablemente va a ser un éxito, y lo digo por lo mucho que tiene de bueno y por algunos detalles que quizá no, pero no importan (la música sentimentalonga de algunos pasajes, algún chiste tonto). Una ama de casa, matrona de amplias caderas y pelo desgreñado, venga el asesinato de su marido y, en una sucesión de pequeñas casualidades, se termina convirtiendo en asesina profesional (por el camino adelgaza y se arregla el pelo). La película se guía por fundamentos clásicos de empatía, moraleja, realización prolija, catarsis y resolución. Es francamente una comedia naturalista con ingredientes de acción. Está tremenda la actuación de Loren Acuña, y Gustavo Garzón no podía ser más perfecto como detective desprolijo, un poco corrupto pero con muy buen faro, que le va a estar pisando los talones. Hay una expresiva secuencia de montaje de violencia reminiscente de Scarface (Howard Hawks, 1932), pero aquí culmina con los disparos sincronizados a la materialización de distintos electrodomésticos que Matilde va pudiendo comprar con la remuneración por cada uno de sus crímenes.

Otras películas implican formas de narración alternativas, y es ahí que uno siente que se enchastra de verdad con esas vidas y situaciones. La chilena Jesús, de Fernando Guzzoni, lidia con jóvenes del tipo que por acá llamaríamos planchas. En una de esas, terminan asesinando a alguien (en un mero ejercicio sádico impulsado por droga, alcohol y excitación tribal). El resto de la película transcurre por la paranoia y dilemas morales que se hacen aun más ambiguos si intentamos relacionarlos con que el personaje se llama Jesús. La cámara en mano parece tan desregulada como el personaje, pero se puede descubrir en las imágenes un precioso y original trabajo con las luces nocturnas (obra de la fotógrafa uruguaya Bárbara Álvarez). La narrativa es cronológica, pero no usa la estructuración temporal del cine clásico: las elipsis son abruptas, el ritmo es impredecible (nunca se intuye cuándo van a ocurrir los hechos relevantes, y su tratamiento no es tan distinto del de los “tiempos muertos” meramente descriptivos). El final inesperado transcurre esencialmente fuera de campo, y eso lo hace más revulsivo.

Viejo calavera (Bolivia) es otra ópera prima (de Kiro Russo). Está coproducida por el Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Huanuni, e interpretada por no actores, en su mayoría mineros. El personaje principal es un desastre: chorro, borracho, perezoso, desagradecido, prepotente. La película, sin embargo, no es ejemplarizante; tampoco lidia con un aprendizaje, como sí solía ocurrir en el cine militante del grupo Ukamau, del que hereda, sin embargo, la ambientación indígena (en este caso hispanohablante) y el rigor formal de base modernista. Es una película enigmática, no sólo en su sentido global (un final muy irresuelto), sino también por lo vago de algunas escenas: falta un hilo entre los distintos momentos, y el espectador debe estar en vilo tratando de conectar los hechos: ¿cuánto tiempo transcurrió entre un plano y otro?, ¿quién era ese que pasó por una zona oscura?, ¿cuál de las personas que están de espalda es la que habla? Mientras uno es forzado a ese esfuerzo activo de desciframiento (a veces con éxito, a veces sin él), saltan a la superficie detalles formales: las rimas entre encuadres (el pasillo donde Élder se oculta luego de robarle la bolsa a una mujer, y varios de los planos posteriores en los túneles de la mina), la poesía de determinada imagen (un hombre en el sauna mientras la acumulación de vapor va difuminando su figura), la profundidad del sonido –siempre hay gente hablando fuera de campo, o un goteo persistente, o un ruido misterioso–. Es maravillosa la secuencia de montaje de detalles mecánicos del trabajo en las minas, una composición gráfico-musical que recuerda al soviético Dziga Vértov.

Se hizo en este festival la que debe de haber sido la primera retrospectiva local de la obra de José Celestino Campusano, con cinco de los diez largos de ficción que realizó en escasos nueve años. Campusano transita por una tercera vía: desdeña los valores formales estándar (sin necesariamente violarlos), pero asume la claridad narrativa como un valor fundamental. Todas sus películas están centradas en historias estrictamente verosímiles (y, por lo tanto, impredecibles), y en ellas son fundamentales el quién es quién y el qué va a pasar. Hay relatos entreverados, como en Fango (2012) –que cruza distintas líneas para construir la tensión– o sumamente sencillos, como en Cícero impune (2017) – basado en el sencillo antagonismo entre un quizá héroe y un sin duda villano–. Los actores no profesionales muchas veces dicen sus diálogos esquemáticos con cara de piedra; la fotografía y movimientos de cámara son toscos. Sin embargo, la autenticidad de los rostros, cuerpos, acentos, giros idiomáticos, locaciones y utilería, así como las ocurrencias narrativas, terminan convirtiendo a esos no actores en los mejores actores imaginables: cuando salimos de su mundo y regresamos a los actores de formación teatral caracterizados, tomamos conciencia de que lo que solemos asumir como “naturalidad” es una convención entre otras. Hay un evidente fundamento político-social en las opciones de Campusano, pero la actitud militante no predomina sobre el evidente placer de narrar, y no hace falta: al mirar de frente un mundo casi totalmente omitido por el cine mainstream, de por sí cumple la función política importantísima de humanizarlo. En su ópera prima, Vil romance (2008), nos terminamos acostumbrando a ver al joven sin techo ir los domingos a almorzar, junto a su amante violento y traficante de armas, a la casa de la mamá y la hermana, ambas prostitutas (que muchas veces trabajan juntas cuando los clientes quieren armar orgías): hablan de lo rica que está la comida y la vieja está contenta de que el gurí finalmente se haya estabilizado con una pareja y parezca estar feliz (no va a durar mucho). La mayoría de las películas de Campusano se ambientan en el conurbano bonaerense, pero la nueva y ya mencionada Cícero impune es una coproducción con Brasil y fue el primer film de ficción rodado en Acre (estado de la región amazónica brasileña) en unos 40 años. En Campusano hay una actitud antipoética, pero no es ausencia de poesía, sino ausencia de alarde de lo poético, que sí lo hay: obsérvese, en seguida del showdown, el plano almohada de una cometa con una carita sonriente dibujada, que es un sutil comentario sobre lo que acaba de ocurrir (en Fango pasa algo análogo).

La otra orilla (Gaghma nap’iri, de Giorgi Ovashvili) integró el ciclo Al Este del Plata, muestra del festival homónimo que se realiza en Argentina, y que contribuye a ponernos al día con la pujante y poco difundida cinematografía de Europa del Este. Es un ejemplo especialmente destacado de la, para nosotros, casi desconocida filmografía de Georgia, relato desgarrador de la situación de un país destrozado por cambios traumáticos y conflictos diversos. El personaje principal es un gurí de 12 años refugiado en Tbilisi de la persecución étnica a los georgianos en Abjasia, y decide emprender la peligrosa jornada de regreso a su Tkvarcheli natal para tratar de reencontrarse con su padre. El panorama mostrado y el poder dramático de la película no están lejos de un referente histórico como Paisà (1946), de Roberto Rossellini: marginalidad, miseria, impotencia de las instituciones, niños que se intoxican con pegamento en busca de una realidad un poco más amable, prostitución, mafias, violaciones, prepotencia militar y gatillo fácil, odios étnicos. La escena en la que el niño llega a su antiguo hogar, ahora arruinado, parte el corazón. A diferencia del estilo anti “estético” de Rossellini (o de Campusano), sin embargo, Ovashvili hereda el poderoso grafismo del cine soviético: las imágenes son sobrecogedoras por su significación, pero también por su plasticidad y dinamismo. El final es abierto y ambiguo, como el del país. Tremenda película.

¿Centrados?

Existir al amparo (siempre relativo, por supuesto) de las instituciones hace una gran diferencia. Pero en películas cuestionadoras, ello, lejos de ser el refugio en cierta normalidad, pone aun más en evidencia los detalles escabrosos. La eslovena Vida nocturna (Nocno življenje, de Damjan Kozove, coproducción con Macedonia y Bosnia y Herzegovina) formó parte también de Al Este del Plata. Tiene quizá influencia del cine rumano por la acción concentrada en pocas horas, en las que una situación tensa va motivando una radiografía de aspectos de la sociedad. Un abogado famoso es encontrado desnudo, malherido e inconsciente, tirado en una gran avenida. Algunas evidencias apuntan a que estuvo en una orgía, pero quizá le tendieron una trampa. La protagonista es su esposa Lea, que intenta de todas maneras encubrir las evidencias para salvar la reputación de su marido. El estilo es austero, con planos extensos y pocos movimientos de cámara, y el detalle interesante y sutil es que Lea está particularizada con un tratamiento especial: sólo ella aparece (y reiteradamente) en primerísimos planos de perfil, y es siempre con ella que el tiempo transcurre en esperas con jump cuts (curiosa mezcla de “tiempos muertos” con impaciencia). A veces me pregunto si en esos países todo el mundo será así, lacónico, triste, diciendo cosas crueles sin consideración por la amabilidad y escuchando tales cosas con apatía, o si se trata de una afectación estética de las culturas eslavas.

La repercusión internacional de Neruda y Jackie distrajo del lanzamiento precedente del chileno Pablo Larraín. El club (2015) es probablemente superior a sus sucesoras más famosas. En un pueblo del interior de Chile hay un hogar mantenido por la iglesia católica para curas que tienen prohibido ejercer el sacerdocio porque se involucraron en delitos. Ese hogar es uno de muchos que, según la película, cumplen la doble función de recluir a los pecadores para que hagan penitencia y a la vez encubrirlos. Hay un abusador de niños, un cómplice de crímenes de la dictadura y otro involucrado en adopciones ilegales. Luego de un pequeño escándalo se arrima, enviado por las autoridades eclesiásticas, un supervisor encargado de evaluar el lugar. Lo que va saltando es que, criminales o no, todos tienen ciertos rasgos de locura inherentes a la iglesia misma: culpa, represión, responsabilidades en conflicto, jerarquización del castigo, un misticismo que ninguno se toma realmente en serio (con la excepción de un personaje que es literalmente loco) y una profunda hipocresía. Pocas veces he visto una película tan ferozmente anticlerical.

Coproducciones

Se preestrenaron en el festival tres coproducciones con Uruguay de directores no uruguayos. El pampero (Argentina/Uruguay/ Francia), del argentino Matías Lucchesi, es un thriller psicológico demasiado confiado en el valor del clima que genera: todo el tiempo se insinúan peligros y misterios, y se acumula tensión. Hay un yate por el Tigre, una bella mujer escapando de algo, un tipo medio perverso que acosa a los personajes principales y una tormenta que coincide con el momento más tenso: termina siendo como un Cabo de miedo descafeinado, ya que lo poco que ocurre se resuelve fácil y rápido, mientras que, por el contrario, las miradas perdidas en el horizonte que se extienden... se extienden. Suena una música ambient parecida a la de Popol Vuh para Aguirre, la ira de Dios (Werner Herzog, 1972), pero en vez de aplicar su magia a la conquista de América y la selva amazónica, lo hace con el puerto de Carmelo. La superficie de la sombra (A superfície da sombra, Brasil/Uruguay, de Paulo Nascimento) es quizá la primera película casi toda hablada en portuñol. El personaje principal llega a un pueblucho de frontera luego de la muerte de una mujer con la que tuvo cierto vínculo. Ahí empieza a relacionarse con distintos lugareños, mientras se revuelven algunos detalles del pasado. Hay un crimen, y quizá acontecimientos sobrenaturales. El pueblito de frontera, tal como lo ve el director brasileño de la película, tiene un boliche de tangos que suele estar lleno de gente y bailarines de esos que uno ve en televisión (tacos, gomina, etcétera). Las prostitutas del lugar tienen cuerpos de top model y hacen un ritual de brujería envueltas en tul rojo y con antifaces venecianos. Quizá la intención era cómica y no la agarré.

Da un poco de vergüenza, en el panorama de este festival, que la participación uruguaya haya consistido en poco más que esas coproducciones, semejantes a curros que sacan provecho de las muy palpables ventajas de producción que este país viene propiciando. Son algo muy bueno para la “industria” (si se puede llamar así) local, para la supervivencia de los profesionales uruguayos y para consolidar su formación. Pero llama la atención la anodinez radical de estas películas, sobre todo en comparación con la contundencia formal y temática de todas las mencionadas antes.

Por suerte, es mucho más atendible Vida lejana (Une vie ailleurs), coproducción con Francia, dirigida por Olivier Peyon. Es una pena la abundancia de detalles de exotismo (banda musical con tango piazzollano y candombe fuera de sus contextos específicos –la generalización como “Uruguay” sólo funciona para una visión desde afuera–; personajes que desembarcan en el puerto de Buquebus y salen caminando con sus valijas hasta la plaza Independencia; habitación de hotel por cuya ventana justito se ve la torre del Palacio Salvo; encuentro marcado en el hotel Carrasco). Pero la historia es fuerte: un gurí fue secuestrado por su padre uruguayo y alejado de su madre francesa. Muerto el padre, la mamá localiza al niño, que vive en Florida bastante feliz con la abuela y la tía paternas, y asumiendo que su madre murió. Hay montones de dilemas y problemas complicadísimos. La película no explicita las poderosas resonancias de esa historia en las situaciones vividas por tantos niños del Río de la Plata que se reencontraron tardíamente con sus familias biológicas, luego de haber sido robados durante el período de las dictaduras, pero aquí uno puede vivenciar las distintas facetas de cada una de las partes de ese tipo de drama, despojadas del significado político polarizador, y en sus de por sí muy fuertes implicancias personales. Cada uno de los personajes tiene su espesor, pero a la larga las tres mujeres importantes son posesivas y altamente irracionales, mientras que el varón, Mehdi, es la persona que mantiene la cabeza fría todo el tiempo y constantemente piensa en el bien común. No se trata necesariamente de misoginia: a fin de cuentas, es el único que no es pariente de Felipe, pero, de todos modos, la sucesión y la frecuencia de las burradas cometidas por las mujeres (sobre todo por la madre) son un escollo para el involucramiento. Esto no llega a anular la fuerza dramática y el interés que posee la película, cuyo estreno está programado para hoy, jueves.

Hubo también una atiborrada función de Mi mundial. También es una coproducción, con Brasil y Argentina, pero dirigida por un uruguayo, Carlos Andrés Morelli. La proyección formó parte de un experimento de Efecto Cine (responsable por la excelente infraestructura técnica de todas las proyecciones del festival) con accesorios para personas con discapacidad visual: había audífonos inalámbricos por los que se escuchaba una banda de audio con el apoyo de una subnarración. No compareció ningún ciego a la función, pero la prueba técnica tuvo resultados perfectos, y el recurso estará disponible en otros ámbitos en un futuro cercano.

Grand finale

El festival cerró con el preestreno nacional de El bar, una de las mejores películas del español Álex de la Iglesia. Como comedia no le debe nada a la anterior Mi gran noche (2015), y si aquella ya tenía cierta deuda con El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), eso es aquí aun más explícito. Un hecho algo delirante, cuyo sentido tardaremos en comprender, mantiene encerrados en un bar a su personal y a los clientes que, por casualidad, estaban ahí. Dilemas, conflictos de intereses y el encierro contribuyen a sacar a la superficie lo salvaje que todos tienen dentro, y los acontecimientos, salpicados de humor negro, suspenso, aguda sátira social y un espíritu de festín destructivo por parte del director, van llevando a situaciones cada vez más extremas, que se visualizan en el descenso físico: del bar a su sótano, y del sótano a las alcantarillas. La pelota no baja al piso ni medio minuto, y el montaje es de una agilidad y habilidad excepcionales. El personaje del mendigo Israel es de antología, y casi todo el reparto muestra presencias habituales en la filmografía de De la Iglesia (algunas irreconocibles: ¿quién va a decir que el hipster es el que hacía de Adanne en Mi gran noche?). La película es un torrente sin fin de ideas delirantes e imágenes potentes y memorables. También se estrena hoy: no se la pierdan.