No es algo nuevo; Mario Benedetti ya lo denunciaba en 1960 en su libro El país de la cola de paja: la mentira en primera plana y el desmentido, chiquitito y perdido, unos días después. Pero hoy estamos en la era de la información, en que la expansión de las comunicaciones ha favorecido, paradójicamente, las estrategias desinformativas. Atiborrar las redes de fotos trucadas, datos falsos y declaraciones descontextualizadas o inventadas es muy barato. La probabilidad de hallar un contenido totalmente verdadero, ya sea en internet o viendo un informativo, es muy baja. Los titulares suelen ser tendenciosos y es frecuente que las noticias estén plagadas de errores. Como fondo, está toda la basura de curas milagrosas (como dietas a base de papa cruda o pasto hervido), inventos geniales sepultados por poderes oscuros, abducciones, mensajes de Dios, reptilianos infiltrados en el poder mundial e inminentes extinciones de la humanidad.

¿Cómo formarse una opinión, por ejemplo, en un caso emblemático –y actual– de la desinformación, como la situación de Venezuela? Antes, preguntaría: ¿a alguien le interesa formársela, o simplemente buscamos confirmar la que ya tenemos? Ciertamente, en este y otros temas, está la tentación de leer lo que no nos va a molestar demasiado; pero es razonable pensar que una buena parte de la población todavía desea saber, tener una base sobre la que cimentar una humilde posición. Y está bravo.

Suele ayudar ver las cosas con una perspectiva, digamos, histórica. Claro que acá también intervienen los prejuicios, pero al menos son prejuicios que pasaron la prueba del tiempo. En una noticia sobre el fin del mundo, es simple: ¿a cuántos “fines del mundo”, muy anunciados, hemos sobrevivido? En lo político se complica; pero, por ejemplo, no conviene olvidar qué pasó cada vez que un gobierno de estas regiones atacó ciertos privilegios. Todo lo que generara inestabilidad se intentó: desde acciones directas externas (bloqueos, sanciones, invasiones, financiamiento de golpes de Estado) hasta sobornos masivos a públicos y privados que han hecho tambalear o caer gobiernos originalmente muy bienintencionados. Se dirá que, si eran tan bienintencionados, deberían haber sido algo más inmunes a coimas y negociados... ¡pero resulta que no! Así somos; por algo la palabra “insobornable” tiene esa connotación de cosa rara, de algo en vías de extinción. No les quito responsabilidad a los sobornados: son de terror, lamentables, un desastre; pero estoy hablando de otra cosa: era obvio que todo lo que está pasando en Venezuela (desabastecimiento, violencia, acusaciones de fraude) iba a pasar. Aparte, claro, están las necesarias discusiones sobre pajaricos parlantes, represión o artículos de la Constitución Bolivariana. La moderna derecha, esencialmente, quiere conservar su estilo de vida, es una excelente manipuladora de la opinión pública y, llegado el caso, carece totalmente de escrúpulos. Y en la izquierda hay de todo. O no sobreviven, o se hartan, o se adaptan; y así tenemos a esos personajes que se enriquecen descaradamente, sosteniéndose sobre la base de mejoras reales en la situación de una parte de la población. Y surge la frase: “Son todos lo mismo”. En algunos casos, moralmente, no tengo dudas (incluso podría argumentarse que estos son peores, porque mienten más). Pero para la existencia de muchos no son lo mismo; la diferencia puede ser entre la vida y la muerte. Unos se llenan la boca hablando de dictaduras ajenas, olvidando nuestra maravillosa realidad de torturadores impunes, cárceles para pobres y para ricos, poblaciones fumigadas por avionetas sojeras, canales de televisión culturicidas y gente que pide a gritos la pena de muerte para los delincuentes, pero que no duda en contratar un abogado “especial” si un hijo suyo se emborracha y les pasa por arriba a varios peatones con su autito nuevo. Y ni que hablar de los golpes y afines ya mencionados.

Se dirá: “Pero yo puedo ser un gobernante chanta y adjudicar todos los problemas a un complot de la reacción”. Sí, es un recurso, y hay que aprender a detectar su abuso; de todos modos, la perspectiva histórica y, si se quiere, ideológica (que por algo tanto se empeñan en tildar de anacrónica) suele mostrar a unos con su plan de conservar todo como está y cueste lo que cueste, y a otros con el opuesto, aunque muchas veces derrotados a mitad de camino por ellos mismos o por sus propios “compañeros” que, tras provocar algunos desastres, se cubren entre sí y trancan y destituyen y dejan que las mejores iniciativas se disuelvan en microluchas intestinas con tal de conservar sus miserables galones de caudillejos de cuarta, o por “no dar de comer” a una derecha que sonríe, ahíta.

Antes, unos pocos analistas orientaban a la opinión pública. Hoy es más complicado: hay que leer, googlear y tener paciencia. Sobre todo, mucha paciencia.