En la diaria del 21/6/19 Juan Pedro Mir escribió una columna polemizando con las críticas que la Asociación de Docentes de Enseñanza Secundaria de Montevideo y el Colectivo Maestras Feministas realizaron a la Jura de la Bandera, pidiendo su eliminación. Según Mir, eventos como la Jura de la Bandera se explican por la necesidad de los seres humanos de construir “ritos que nos llaman a estar y sentirnos más juntos y ser parte de algo más grande y trascendente que los avatares cotidianos”. Se trataría de un “rito laico y republicano de homenaje a los símbolos patrios”.

El problema de la Jura de la Bandera no está en que la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) organice ritos que colaboren en la creación de un “sentimiento de comunidad” entre las personas. El problema está en el contenido de esos ritos. Estos podrían tratar de promover sentimientos de hermandad entre todos los seres humanos. Sin embargo, la opción de homenajear a los símbolos patrios apunta justamente en el sentido opuesto. Los símbolos patrios que se homenajean en las escuelas en fechas como el 19 de junio son símbolos de una ideología llamada nacionalismo.

¿Cuál es el problema con el nacionalismo? Básicamente el nacionalismo siempre ha tratado de construir esos sentimientos de pertenencia mediante la diferenciación con el resto de los habitantes del planeta, personas que son vistas como ajenas. Se trata de una ideología que busca justificar la idea de que un grupo de personas, por compartir un grupo de características comunes (pertenencia a un grupo étnico, compartir idioma o religión o ser tomadores de mate), tienen derecho a apropiarse de un pedazo del planeta Tierra. Por lo tanto, tienen derecho a acceder (de manera desigual) a los recursos disponibles en ese territorio y, si se trata de un estado democrático, a decidir (de manera desigual) sobre los destinos de ese pedazo de planeta. Estas ideas se sintetizan muy bien en algunas frases del estilo de “Francia para los franceses”. Quienes tienen la ciudadanía de un país tienen derecho exclusivo a vivir ahí, a trabajar ahí, a votar ahí (a veces), a acceder a los servicios públicos que existan (seguridad social, salud, educación, etcétera) y también tienen el derecho a decidir en qué medida quieren privar al resto del planeta del acceso a dichos derechos.

Ahora, el nacionalismo contradice la versión más básica y elemental de igualdad que alguien pueda defender. Entre quienes consideran que hay desigualdades que no pueden justificarse hay un fuerte debate sobre qué tipo de desigualdades habría que combatir. Sobre si habría que implementar políticas que reduzcan las desigualdades de logros, aquellas que se explican en parte por el esfuerzo de las personas, o si sólo habría que combatir la desigualdad de oportunidades, aquellas que se deben a circunstancias ajenas al control de las personas. Sin embargo, aun cuando sólo se pretenda combatir la desigualdad de oportunidades, muchas veces no está claro que parte de las desigualdades observadas se deben a factores que están bajo el control de las personas y factores que no lo están. Pero incluso en la versión más reducida de búsqueda de igualdad de oportunidades se considera que toda desigualdad originada en circunstancias que están fuera del control de las personas, como las circunstancias del nacimiento, debe tender a eliminarse. Desde este punto de vista no son aceptables diferencias en el derecho al acceso a recursos materiales y sociales que se originen en el género, la raza, la riqueza de su familia o el lugar de nacimiento de las personas. Y esto, que es inaceptable para alguien que defienda la igualdad de oportunidades, es justamente lo que el nacionalismo justifica. Lo que defiende el nacionalismo es la segregación a escala planetaria.

En este sentido, justificar la existencia de diferentes derechos debido al género o la raza de las personas no es diferente de justificar derechos diferentes según el lugar de nacimiento. O, dicho de otra manera, no hay tantas diferencias entre ser racista, machista o nacionalista. En los tres casos se justifican y se busca legitimar la existencia de privilegios originados en circunstancias totalmente fuera del control de las personas.

Alguien podría objetar que el nacionalismo no es incompatible con la igualdad de oportunidades, ya que todos tienen el mismo derecho, que es el de vivir y trabajar en el lugar en que nacen. Pero para afirmar algo así habría que ignorar la evidente desigualdad de oportunidades que existen entre lugares de nacimientos.

Después de décadas (o siglos) de adoctrinamiento nacionalista de niños y niñas en las escuelas no debería sorprender tanto que, apenas hay un tímido flujo migratorio hacia Uruguay, comiencen a aparecer rápidamente sentimientos o expresiones xenófobas.

Volviendo al planteo de Mir, el problema no está en que la ANEP organice ritos para generar un sentimiento de comunidad entre niños y niñas. El problema está en el contenido de esos ritos. El problema está en que el centro de dichos ritos esté en promover una ideología extremadamente negativa como es el nacionalismo.

Ahora, en el caso de la Jura de la Bandera se agregan otros elementos que la hacen especialmente desagradable. Resulta realmente aberrante que se pretenda que niñas y niños de 12 años manifiesten (y que quede registrado por escrito) que están dispuestos a defender con su vida (entre otras cosas) la integridad de la nación.

Por alguna indefendible razón, el sistema legal uruguayo considera que las personas son incapaces de tomar una gran cantidad de decisiones antes de los 18 años, que no pueden votar antes de los 18 años. También considera que no pueden trabajar antes de los 14 años, pero sí pueden comprometer su propia vida (por razones que difícilmente entiendan) a los 12 años.

Andrés Dean es economista.