Es una suerte que la presidencia de Tabaré Vázquez se termine. Y no porque haya sido mala: a pesar de los agoreros, tuvo más claros que oscuros. Ni siquiera el periodista más viejo de la diaria debe de tener recuerdos de un gobierno mejor que éste. Lo bueno de que se acabe es que Vázquez entregará el cargo a un sucesor elegido por la ciudadanía en las urnas, como en cada 1° de marzo de todos los años múltiplos de cinco desde 1985. La democracia y la república han sobrevivido y gozan de buena salud.

Una salud tan robusta como la popularidad del mandatario saliente, que se retira con 61% de los consultados por la encuestadora Interconsult aprobando su gestión, o entre 70% y 80% en la medición de Óscar Bottinelli, de Factum. Los triunfos electorales del Frente Amplio en octubre y noviembre le deben más a su prestigio que a los candidatos, aunque fueron bien escasas sus intervenciones en la campaña, la más notoria de las cuales fue un ataque a su correligionario y hoy presidente electo, José Mujica. Hasta la fórmula opositora encabezada por Luis Lacalle trató de exhibirse como una continuadora más cabal de su obra que el propio oficialismo.

Vázquez mantuvo el estilo de liderazgo que lo ha caracterizado desde su ingreso a la cancha grande de la política en 1989, cuando fue proclamado candidato a intendente de Montevideo. Sin dejar de trazar las grandes líneas de gobierno, les concedió amplia autonomía a sus ministros. Su gabinete fue ámbito de debates, que a veces se procesaban a través de la prensa, sobre todo en materia de relaciones exteriores, comercio internacional y presupuesto. Sin embargo, no dejó de tomar partido en cuestiones polémicas que lo enfrentaban con parte del oficialismo e incluso con sus seguidores más fervientes: el frustrado tratado de libre comercio con Estados Unidos, los choques con Argentina y el veto a la despenalización del aborto fueron las más sonadas. Su determinación en este último caso fue tan firme que motivó su renuncia al Partido Socialista.

La presidencia de Tabaré Vázquez estuvo alejada de los extremos pero impuso programas de clara izquierda a los que el público ha percibido como exitosos. El Plan de Emergencia Social, la restauración de los Consejos de Salarios, la reforma tributaria y la del sistema de salud, por ejemplo. Otros, como el Plan Ceibal, son ambidiestros. Al mismo tiempo, bajo su conducción surgieron pronunciamientos a los que sectores frenteamplistas consideran en contradicción con principios antes casi incuestionados. Las vacilaciones del oficialismo hasta decidir su muy débil apoyo a la fracasada anulación de la Ley de Caducidad, así como la versión vazquista de la revisión de los crímenes de la dictadura (“nunca más un hermano contra otro hermano”), oscurecieron el camino hacia la verdad histórica y la justicia abierto por este gobierno, el primero que aplicó con decencia el artículo 4 de esa norma infame. Y el veto parcial a la Ley de Salud Sexual y Reproductiva desdijo a la enorme mayoría de los votantes del Frente.

Por otro lado, ciertos mecanismos utilizados por Tabaré Vázquez para comunicarse con la ciudadanía se acercaron demasiado a la irregularidad institucional. Un par de multitudinarios “cabildos abiertos” organizados por la Presidencia fueron, en realidad, actos frenteamplistas. No tanto las sesiones públicas del Consejo de Ministros, pero casi, casi. Algo similar sucedió con la campaña por la reelección, de constitucionalidad bastante dudosa: el apoyo de varios ministros, senadores y dirigentes frenteamplistas de primera línea refutaba las reiteradas negativas del propio presidente y sugiere la posibilidad de que él mismo avalara el movimiento con sus silencios o entre bambalinas.

La campaña por el retorno de Vázquez a la presidencia de la República en 2015 comenzó hace rato. Para usar sus propias palabras, sólo “las circunstancias políticas y la biología” podrían detenerla. La primera senadora oficialista, Lucía Topolansky, sugirió designarlo presidente del Frente Amplio, por considerarlo su “líder indiscutido”. Convertido en dirigente independiente dentro de la coalición, está en sus manos asumir la tarea de curar las heridas que dejó una prolongada lucha por las candidaturas, algo bien complicado de lograr en un partido con responsabilidades de gobierno. Si lo hace, es muy probable que dentro de cinco años un Tabaré Vázquez más pelado, más canoso y, tal vez, más sabio vuelva a gobernar este país.