En la contratapa del libro La derrota. Los porqués del fracaso de Lacalle, escrito por Martín Pintos y publicado por la editorial Fin de Siglo, se afirma que esa obra es una “asombrosa investigación periodística”. No hay duda de que asombra; lo que no está tan claro es que se trate de periodismo.

La palabra “infotenimiento” nos llegó del inglés para señalar que la información y el entretenimiento se han fusionado en la oferta de los medios de comunicación. Pero los periodistas tenemos obligaciones distintas a las de otras personas que se dedican, para entretener al público, a respetables actividades como la lucha libre o el ilusionismo. Por ejemplo, la obligación de presentar relatos verificables.

Para escribir La derrota, Pintos entrevistó a personas que en muchos casos “optaron por mantener el anonimato”. Esa fórmula tradicional dice la mitad de la verdad: no se trata sólo de que la fuente quiso ser anónima, sino también de que el comunicador aceptó que lo fuera. Aunque no siempre, en este libro, con el mismo criterio: en algunos casos Pintos divulga lo que le dijo gente a la que no identifica, y en otros afirma que dispone de datos pero no quiere darlos a conocer.

Al comienzo del primer capítulo, por ejemplo, menciona la difusión, durante la veda previa al balotaje del año pasado, de datos falsos sobre intención de voto atribuidos a una encuesta de Equipos Mori, que parecían aumentar la chance de Lacalle. Pintos escribe que “quien lo hizo (a eso se hará referencia más adelante) no midió la consecuencia de sus actos”, y uno supone que la identidad del autor de esa maniobra es uno de los “sorprendentes descubrimientos” anunciados en la contratapa.

Pero no: 282 páginas más adelante nos enteramos de que “varios integrantes del comando de campaña de Lacalle se pasan facturas unos a otros adjudicándose responsabilidades por haber enviado ‘mal los datos’” de Equipos Mori, y que “otros señalaron duramente que los datos fueron manipulados”. El siguiente párrafo dice que “como de un lado y de otro se mencionaron varios nombres, el autor se exime de poner apellidos en situaciones en las que pudieron no haber estado”. Asombroso, realmente. Quizá se deba a que Pintos opina (como consta en la página 49) que entre políticos y periodistas “buenas relaciones y, por qué no, hasta cierta amistad no son pecado, ni sinónimo de trabajar u operar para alguien o tantas otras descalificaciones que algunos debemos soportar”.

En muchos otros pasajes, Pintos no se exime. El más sonado ha sido un relato de lo que presuntamente se dijeron Lacalle y Larrañaga en la noche del 28 de junio, luego de que el primero ganara la elección interna blanca y antes de que el segundo anunciara que lo acompañaría como candidato a vicepresidente. La derrota afirma que Larrañaga le pidió a Lacalle “que se hiciera cargo de las deudas que había dejado en campaña [por las internas] Alianza Nacional y lo ayudara a levantar [...] cheques que no podía cubrir”.

Larrañaga y Lacalle dicen que eso no es cierto. Pintos dio a conocer ayer una declaración escrita en la cual afirma que “calificadas fuentes [...] ratifican que ese tema sí estuvo sobre la mesa”, y añade: “De eso tengo lógicamente debido respaldo. Quien no comparta esta visión puede recorrer el camino que entienda deba recorrer y en cualquier instancia, que yo no voy a promover, nos veremos con todas las pruebas”. Y señala, de paso, que en su investigación recabó “confesiones tan y aún más duras y graves de las que aparecen en la publicación, [...] dejadas de lado pero que, por cierto”, tiene “a buen resguardo”.

Parece una amenaza. Y asombra. Pero más en la primera acepción de la palabra “asombro” (“susto, espanto”), que en la segunda (“gran admiración”).