La idea de volver a cambiar las normas constitucionales que regulan el proceso electoral está planteada desde hace algunos años, con diversos argumentos contra el sistema establecido por la reforma de 1996. Hay que distinguir, entre esos argumentos, los referidos a problemas prácticos que afectan a todos los partidos, los que apuntan a la búsqueda de reglas de juego más convenientes para tal o cual interés particular, y los que llevan la discusión al terreno de lo que es mejor para la salud democrática del país.

La iniciativa más reciente en la materia es impulsada por el senador Jorge Larrañaga, que propone tres modificaciones: eliminar las internas partidarias y restaurar la posibilidad de que cada lema presente varios candidatos a la presidencia de la República; volver a realizar en la misma fecha las elecciones nacionales y las departamentales (con posibilidad de “voto cruzado”, o sea de que un ciudadano apoye a listas de un partido para las primeras y de otro para las segundas); y prescindir del balotaje cuando un partido haya logrado mayoría parlamentaria en primera vuelta.

La última de las propuestas mencionadas es la de menor trascendencia: no se trata de eliminar el balotaje ni de reducir mucho las actuales exigencias para que se realice (en algunos países basta con el 40% de los votos válidos para ganar en primera vuelta), sino apenas de evitar un trámite caro e inconducente como el que debió realizar el país el año pasado. Las otras dos son más complicadas.

En relación con las nacionales y las departamentales (a las que desde este año se agregan las de alcaldes y concejales), la separación del 96 fue muy relativa. No median entre ellas dos o tres años, sino cinco o seis meses; y las convenciones que definen candidaturas a la presidencia y a las intendencias se votan en las mismas internas de junio, con lo cual se presiona para que los dirigentes departamentales se alineen con los nacionales. Es discutible si conviene separar más o volver a juntar, pero es claro que la segunda opción implica mayor incidencia de las campañas presidenciales sobre las decisiones locales.

Lo escandaloso es la idea de volver a las candidaturas presidenciales múltiples por lema. Se alega que eso conviene porque ahorra tiempo y dinero a los partidos, disminuye su desgaste y preserva su unidad, comprometida por la “pasión” en las campañas para las internas. Pero el problema con el régimen al que Larrañaga quiere volver -y que llamaba mucho la atención en el mundo- era que candidatos presidenciales con ideas diametralmente opuestas podían sumar sus votos. Eso inducía a los ciudadanos a considerar normal que en cualquier partido hubiera lugar para cualquier propuesta. Y, por lo tanto, a convencerse de que en esa materia eran todos equivalentes.

Contra ese sistema predicó y presionó la izquierda desde siempre, y el Frente Amplio desde su fundación. ¿Hay que pensar que lo hizo sólo porque le convenía? ¿O podremos reconocer que aquel mecanismo, muy semejante a una estafa, no le convenía ni le conviene al país? El modo en que se responda a estas preguntas no sólo determinará la suerte del proyecto de Larrañaga: también medirá hasta qué punto ha avanzado el cinismo político.