José Mujica dijo que deberá pagar un alto costo político por haber permitido, en la cumbre del martes de tarde en Buenos Aires, la investidura del ex presidente argentino Néstor Kirchner como secretario general de la Unasur sin votarlo, vetarlo ni abstenerse. Expertos en opinión pública calcularon la factura el miércoles de mañana, en una conferencia de la Asociación de Dirigentes de Marketing. “Kirchner es inmensamente rechazado en nuestro país”, sostuvo César Aguiar. “Fue un paso prematuro” y “una mala señal para la oposición”, agregó Óscar Bottinelli. “Es otra manifestación de ese innecesario tomar riesgos” habitual, según Adolfo Garcé, en Mujica.

Aguiar, Bottinelli y Garcé tal vez habían confirmado sus percepciones con encuestas realizadas en unas poquitas horas. De ser precisa la evaluación, el público uruguayo sigue pegado a la tesitura del ex presidente Tabaré Vázquez, quien durante su gobierno se negó a negociar siquiera con Buenos Aires mientras activistas en Gualeguaychú mantuvieran cortado el acceso al puente binacional General José de San Martín.

En los primeros días de la presidencia de Mujica se notó un cambio de tónica en la relación con el país vecino. Su objetivo fue aislar el conflicto por la instalación de la fábrica de celulosa en Fray Bentos para seguir dialogando sobre otras diferencias, como la navegabilidad del río Uruguay, el dragado del canal Martín García o el trazado de gasoductos desde Bolivia. Esta última jugada ubica la pelota en la cancha argentina.

El mismo martes, Mujica llegó a Montevideo desde Buenos Aires con su par brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, y dio uno de los giros más sorprendentes de la política exterior en la historia reciente de Uruguay. Más que un giro, lo que se vio fue el fin de diez años de resbalones diplomáticos.

La volatilidad comenzó en la campaña electoral de 1999. El entonces futuro presidente Jorge Batlle propuso cambios radicales: “reeditar el Virreinato del Río de la Plata” en una “alianza estratégica con Argentina” para contrarrestar “la disparidad de fuerzas entre Brasil y el resto” del Mercosur, al cual pretendía menoscabar avanzando hacia el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) promovida por Estados Unidos.

Ya comenzaba a percibirse el dramático desenlace, previsto por muy pocos, de décadas de apertura comercial y descontrol financiero en la región. Uruguay culpó de sus dificultades a Brasil tras la devaluación del real, en enero de 1999, y les pedía compensaciones a sus socios. El país más pequeño del Mercosur se convirtió así en “el enano gruñón”, como lo calificó, desde un título de la revista Veja en agosto de ese año, el periodista Raul Juste Lores (“O anão zangado”). El chiste, que aludía al más irritable de los amigos de Blancanieves en la versión de Disney, suele ser mal traducido como “enano llorón”, lo cual se explica porque la misma nota asignaba al gobierno uruguayo el mote de “o chorão do Mercosul”. Batlle le daría carnadura al apodo en medio de la crisis de 2002, cuando le pidió disculpas al entonces presidente argentino Eduardo Duhalde por desbocarse en aquella memorable entrevista de la cadena televisiva Bloomberg.

Luego vendrían la adulación extrema a George W Bush, ruptura de relaciones con Cuba incluida, y la búsqueda de un tratado de libre comercio (TLC) con Estados Unidos tras la debacle del proyecto ALCA. A partir de 2005, con Vázquez al frente del gobierno, la fábrica de celulosa en Fray Bentos y el piquete en la orilla de enfrente fueron los factores excluyentes del vínculo uruguayo-argentino, y el TLC siguió en la agenda hasta que la mayoría del Frente Amplio logró desactivarlo.

O sea que Uruguay tuvo en los últimos 10 años una política exterior caracterizada por el capricho de los gobernantes, al golpe del balde en respuesta a erráticos acontecimientos y la falta de una estrategia básica firme. Mejor dicho, careció de política exterior. Hasta el martes, cuando Mujica mandó parar. En Buenos Aires, les advirtió a los “algo más” que “hermanos” argentinos sobre la persistencia de “un conflicto todavía sin resolver”, y sugirió que ahora les correspondía a ellos buscar una salida. Minutos más tarde, en Montevideo, anunció que “este pequeño país tiene la decisión política de viajar en el estribo de Brasil”, es decir, que asume el liderazgo de su vecino mayor.

Mientras Kirchner se encaramaba al trono de un organismo internacional sin incidencia ni relevancia, Lula le abría a Uruguay anchos caminos de cooperación económica y comercial hasta ahora cerrados. Si el público entendió el mensaje, Mujica no tiene por qué pagar ningún costo político por el favorcito que le hizo a Argentina y podría, en cambio, empezar a cobrar los beneficios procedentes de Brasil.