“Por eso estamos hablando con la Suprema Corte”, repitió tres veces el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, ante otras tantas preguntas que le planteaba Emiliano Cotelo al entrevistarlo ayer en El Espectador. El periodista quería saber dónde están “los antecedentes judiciales o administrativos” de menores de edad “en conflicto con la ley” que, según el Código de la Niñez y la Adolescencia vigente desde 2004, se deben “destruir en forma inmediata” cuando el infractor cumple 18 años o termina de purgar la sanción que la Justicia le haya impuesto.

Los miembros de la Suprema Corte de este país deben ser abogados. Saben leer. Sólo tendrían que contestarle que esos registros fueron destruidos, como establece el código. Pero el ministro dijo el martes en entrevista con Océano FM que los antecedentes “en algún lado quedan”, que “no los tendrá la Policía, no los tendrán los juzgados, pero en algún lado se pueden pedir”. Dicho en castellano moderno, que alguien con acceso a estos datos viola la ley.

Un funcionario con enorme responsabilidad política sospecha que empleados del Estado mantienen un banco de datos ilegal y se dirige al máximo órgano judicial de la República para saber dónde se encuentra y quién lo administra. Sin embargo, su propósito no es dar cumplimiento a la ley (o sea, destruir los registros) ni castigar a quienes la infringen, sino utilizar ese archivo para impedir que los adultos presos accedan a la libertad asistida o anticipada si tienen antecedentes por delitos graves cometidos cuando eran menores, lo cual obligaría a enmendar el código.

La gravedad del posible ilícito al que se refería Bonomi, tal vez cometido ante sus narices, pasó desapercibida en la marea de noticias políticas y de la crónica policial sobre inseguridad ciudadana, minoridad infractora y derechos humanos que sofocaron al público en el último mes. Entre ellas, la mayor tragedia en la historia de las cárceles uruguayas, diversas iniciativas del gobierno para descongestionarlas y una supuesta “ola” de secuestros exprés. Durante un mes entero, varios medios periodísticos invocaron fuentes oficiales para asegurar que el delito de “rapiña especialmente agravada y privación de libertad” estaba de moda entre los “inimputables”. Esta semana habría quedado desarticulada la banda acusada de esos secuestros: entre los diez detenidos y tres prófugos por este caso figuraban hasta ayer sólo dos menores de edad, uno de 17 años y otro de 15. No se trataba de una horda de niños que sembraban el miedo, sino de un grupo liderado por mayores, algunos con adultez recién estrenada y otros que no se estofan al primer hervor.

En circunstancias ideales, los menores deberían contar con un sistema estatal de rehabilitación en el que aprendan a vivir en armonía con la ley y con la sociedad una vez que alcancen la mayoría de edad o cumplan con las medidas que la Justicia disponga. Sin embargo, este caso muestra otra vez que un sistema así sólo existe en el papel: varios de los secuestradores más jóvenes “se conocieron en dependencias del INAU”, dijo ayer el director de Investigaciones de la Jefatura de Policía de Montevideo, Enrique Loureiro. Las instituciones públicas a cargo de rehabilitar a los adolescentes infractores pueden funcionar como escuelitas del crimen. Que los centros de reclusión del INAU hayan sido el caldo de cultivo de una banda de secuestradores ilustra sobre omisiones del Estado en la materia, lejos de pintar un “fenómeno social” cuyo combate requiere nuevas leyes de mano dura.

Una reforma del Código de la Niñez y la Adolescencia que admita el mantenimiento de un archivo con los antecedentes de menores infractores agravaría la discriminación que ellos ya sufren. También les enviaría un mensaje funesto: que ya están jugados, que no hay rescate, que están condenados para toda la vida y que vale todo. Que para ellos no hay redención.

Igual, como lo dio a entender el ministro Bonomi, ese registro ya existe. Es clandestino. Se desconoce quién lo maneja y para qué. Las posibilidades son aterradoras: desde una agencia de empleos hasta un escuadrón parapolicial dedicado a la injusticia por mano propia podrían disponer de esos datos. Sean quienes sean, son, por ahora, inimputables. Y muy peligrosos.