El año que viene va a cumplir 20 años el Tratado de Asunción, firmado el 26 de marzo de 1991 por los presidentes de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay para crear el Mercosur. Desde aquel entonces el mundo cambió muchísimo, mientras que el proceso de integración regional se desarrollaba con suma lentitud, numerosos bloqueos y escasos avances. Recién ahora se ha logrado un acuerdo de presidentes para establecer un Código Aduanero Común, que todavía debe ser aprobado por los parlamentos. Y el camino que queda por delante es muy largo.

El Mercosur se llama a sí mismo “mercado común” desde hace 19 años, cuatro meses y algunos días, pero le falta mucho para serlo. Declaró su intención de que existiera libre circulación de bienes, servicios y factores productivos entre los estados miembros; de que éstos aplicaran un arancel externo común y una política comercial común y de que coordinaran sus políticas macroeconómicas y sectoriales, entre otros objetivos de integración económica, pero ni siquiera se ha consolidado todavía como una zona de libre comercio propiamente dicha. Eso implicaría que los productos no cambiaran de precio al pasar de un país a otro debido a la aplicación de aranceles de importación; si hubiéramos llegado a ese punto, no habría tantas normas y empleados públicos para evitar el contrabando entre los integrantes del bloque.

Es discutible que una excepción confirme la regla, pero cuando hay una larguísima lista de excepciones, como ocurre en relación con el arancel externo común (el que aplican todas las partes a lo que viene desde fuera del Mercosur), lo discutible es que la regla exista. En las negociaciones comerciales internacionales no ha sido lo más frecuente que los mercosureños sostengan las mismas posiciones, y persiste una gran cantidad de trabas para que una persona pueda ejercer libremente su oficio cuando migra de un país del bloque a otro.

La integración productiva, mediante coordinaciones y complementaciones planificadas de tareas, es un horizonte lejano, y ni hablemos de armonizar y homogenizar las normas que ordenan la vida económica dentro de cada Estado, incluyendo las laborales y las de seguridad social, los estímulos y las exigencias de contrapartidas, las políticas impositivas y las de cuidado del ambiente, las monetarias y un largo etcétera.

Si tenemos en cuenta todas las otras cuestiones sociales, culturales y políticas que deberían estar involucradas en un auténtico proceso integrador, la tentación del desaliento es fuerte. Sin embargo, como ya decía en 1991 Héctor Rodríguez, Uruguay no puede instalar un motor fuera de borda en Bella Unión y desplazarse hacia otro lugar del planeta. La opción por una “apertura al mundo” que nos emancipe comercialmente de la relación con los grandes vecinos nunca ha sido más que una fantasía ideológica.

Y hay además otro asunto, no menor: somos quienes somos porque estamos aquí. Asumir esa realidad como una condena no sirve de nada; aceptarla como una oportunidad y construirla como una vocación vale, mucho más, las penas.