Como si hubiera que recordarlo una y otra vez, la Segunda Guerra Mundial sacudió a la Humanidad como un terremoto. Todavía se sienten las réplicas, algunas de baja intensidad. Otras derrumban muros, ciudades y naciones. La guerra consolidó a Estados Unidos como potencia militar, económica y política, papel que compartió con incomodidad durante décadas con la hoy disuelta Unión Soviética. También se desató una intensa ola descolonizadora en distintas regiones de Asia, Medio Oriente y África. Occidente, además, asumió la culpa (y procuró expiarla) por tantos siglos de antisemitismo, que tuvieron su máxima expresión en el Holocausto, el asesinato de seis millones de judíos a manos de los nazis y sus alcahuetes.

La guerra fría entre Washington y Moscú dividió los países entre amigos de uno y amigos del otro. Creó un mundo casi sin espacio político para la neutralidad. Ambas potencias forzaron esas amistades, incluso mediante guerras abiertas y el apoyo a decenas de dictaduras.

La descolonización apresurada, determinada por la conveniencia económica de las metrópolis o por revueltas internas, parió unas cuantas naciones artificiales, que a veces ni siquiera comulgaban con la idea de un Estado moderno o donde se pretendía la convivencia de comunidades étnicas y religiosas enfrentadas por rivalidades milenarias, azuzadas ahora por la ideología. Hasta hoy es inconcebible la paz en regiones y en países de África, de Medio Oriente, de Asia meridional y del sudeste sin la intervención de fuerzas militares internacionales que calmen los enfrentamientos.

La culpa por siglos de antisemitismo derivó en la instauración de un Estado judío en Israel. La cosa había comenzado en 1917, con la Declaración Balfour, en la que Gran Bretaña adhería a la creación de un “hogar nacional judío” en lo que se conocía como Palestina. El representante uruguayo en la Sociedad de Naciones, Alberto Guani, la apoyó en 1920. Otro compatriota, el embajador en la ONU Enrique Rodríguez Fabregat, fue fundamental en el diseño de la partición de ese territorio entre un Estado judío y otro árabe, aprobada por la Asamblea General en 1947. Estados Unidos no tardó mucho en convertirse en el principal apoyo de Israel frente a los países de la región que se le resistían por unanimidad.

Con el diario del día después puede advertirse la posibilidad de que Rodríguez Fabregat se haya equivocado al promover Estados artificiales y al creer factible la convivencia entre árabes e israelíes. Esa conjetura enfurece a judíos de todo el mundo y ofende a los colorados en cuyo partido inició este dirigente su carrera política, a los frenteamplistas en cuya coalición la culminó y a los blancos que también lo veneran. Lo cierto es que el resultado fue pésimo y que, sin entrar en la disquisición sobre huevos y gallinas y en la contabilización de errores y agresiones, el gobierno de Israel es hoy el que implanta mayores obstáculos en el camino hacia la paz. Construye muros ilegales. Impone toques de queda. Impide el tránsito de los árabes por los territorios disputados y destruye sus viviendas y medios de vida. Fomenta allí construcciones fortificadas habitadas por judíos fanáticos. Amenaza con despojar de sus derechos a árabes de nacionalidad israelí. Reacciona con desproporción extrema a los ataques que recibe. Excita la división política y el radicalismo religioso entre los palestinos. Todo mal.

Pero algo cambió en la comunidad internacional. Los abusos del gobierno de George W Bush contra Irak y Afganistán, que al mismo tiempo mantenía su alianza simultánea con Israel y con bestiales monarquías árabes, iniciaron un proceso de deterioro de la hegemonía de Estados Unidos, rematado con la debacle de su economía. Los llamados “países emergentes”, entre ellos Brasil, comenzaron a aliarse entre ellos y con otros en similar estadio de desarrollo en lugar de buscar el favor de la potencia mundial.

En ese contexto, la mayoría de los gobiernos de América del Sur, entre ellos Uruguay, se aprestan a seguir a la potencia regional en su reconocimiento al Estado palestino, si es que ya no lo hicieron. Y lo bien que estaría. El ala laborista del gobierno israelí teme, incluso, que el gobierno de Barack Obama haga lo mismo si el de Benjamin Netanyahu insiste en cerrar los caminos de diálogo.

Pasaron casi 63 años desde la partición. Ya no se trata de corregir errores antiguos (como imaginan los que pretenden borrar un país del mapa), sino de adaptar las soluciones a las circunstancias actuales. Un primer paso es convencer a Israel de que se está equivocando feo y de que nadie puede ser calificado de antisemita por pensar eso. Por el contrario, las obcecaciones de Netanyahu inspiran antisemitismo y ponen en peligro a los judíos de Israel y a los de todo el mundo. Lo nuevo es que ahora hay gobiernos dispuestos a unirse para decirle que, a estas alturas de la Historia, no se puede alcanzar la paz sin acordarla con quien ahora es tu enemigo.