No hubo celebración. Ni manifestaciones ni nada. Apenas el coro de “nunca más” en las barras del Palacio Legislativo. Sí, es verdad: la legislatura 47 restableció el equilibrio de poderes al corregir el enorme error que había cometido la legislatura 42, luego de 9.075 días con sus noches, casi 25 años, durante los cuales reinó la impunidad, es decir, la injusticia, introducida por la peor ley de la historia uruguaya. ¿Qué habría que festejar? ¿Acaso todo este trámite le hace olvidar a alguien las muertes, las torturas, las desapariciones, los maltratos? ¿Los partos en cautiverio? ¿La búsqueda infructuosa de hijos e hijas, madres y padres, hermanas y hermanos? ¿Los vínculos rotos? ¿Hay que festejar la posibilidad de que algunas decenas de viejos de mierda vayan a la cárcel? ¿Hay que festejar la dolorosa conciencia de una sociedad dividida en dos mitades casi iguales, que se acusan una a otra de antidemocráticas?

También tuvo que ver lo largo, sinuoso y cuesta arriba del camino recorrido. El cansancio de las mentes y los cuerpos aplacaba cualquier ánimo festivo. Un referéndum, un plebiscito, varias iniciativas legislativas, congresos eternos del hoy gobernante Frente Amplio que borraban de los programas la desactivación de la impunidad o ni siquiera la preveían. Recolecciones de firmas. Discusiones agrias.

Al final, es posible que la solución alcanzada el jueves de madrugada haya sido la mejor de todas las intentadas, mejor que la derogación de la Ley de Caducidad fracasada en 1989, que el proyecto de ley interpretativa discutido en la legislatura pasada, que la anulación derrotada en las urnas en octubre de 2010 y que el segundo proyecto interpretativo, aquel que naufragó en mayo. Para desactivar el mamarracho jurídico aprobado el 22 de diciembre de 1986 no había herramientas sencillas. Ese paquete atado con alambre por un Poder Legislativo al que apresuraba la prepotencia militar, sólo podía ser liberado a lo bruto y lastimándose las manos. Pero por más fisuras que tuviera cualquiera de esas iniciativas, ninguna de ellas adolecía de una invalidez jurídica tan flagrante como la propia Ley de Caducidad. Igual, ¿da para festejar?

No hay nada que festejar porque el Frente Amplio y, en general, todo el bando que defendía la perennidad de la justicia debió disimular esas fisuras. Y porque ya está pagando el costo político de contradecir dos consultas populares en aras de consagrar principios democráticos y humanos fundamentales. No hay nada que festejar porque, con sus argumentos, el Partido Nacional y el Partido Colorado desataron cucos tan viejos que hasta el mismísimo senador Pedro Bordaberry se vio obligado a pedir disculpas. Que se menten los editoriales publicados en febrero de 1973 por el diario comunista El Popular sobre los entonces futuros golpistas, o el no procesamiento de los delitos de sangre cometidos por tupamaros exiliados y amnistiados en 1985 (¿acaso alguien prefería que regresaran para someterse a la picana?) da tantas ganas de festejar como asistir a un baile de zombies de verdad.

Pero, sobre todas las cosas, no había ni hay nada que festejar todavía porque hay desaparecidos que no aparecen, porque se desconoce la causa de muchas muertes, porque los torturadores se cruzan en la calle con los torturados sin haber sido castigados, porque hay uruguayos y uruguayas que vivirán tristes hasta el último suspiro por todo lo que sufrieron. Y porque las desapariciones, las muertes, las torturas y el sufrimiento no son festejables. La condena de los delincuentes, tampoco. Los gavazzos y los goyos y los pajaritos están donde tienen que estar, no para que festeje nadie.

No hay nada que festejar porque, después de cinco períodos de gobierno y medio, las Fuerzas Armadas nunca manifestaron arrepentimiento frente a la ciudadanía por haber demolido la democracia y aplastado tantas vidas. Porque, muy lejos de eso, el jefe del Estado Mayor, coronel aviador José Bonilla, prevé que ahora ningún represor brindará su testimonio ante la Justicia por temor a la cárcel. Porque unos cuantos abogados con sello de demócratas se aprestan a cuestionar ante la Suprema Corte la constitucionalidad de la ley. Porque ningún gobierno desde 1985 tuvo las agallas para ordenarles a las instituciones castrenses subordinadas al poder civil que le pidieran perdón a la sociedad, y a sus integrantes que confesaran o delataran aquellos crímenes. Porque al defender a esos cobardes violadores de los derechos humanos, las Fuerzas Armadas muestran su propia inutilidad. Porque los uruguayos pagan de su bolsillo sueldos y retiros de decenas o cientos de crápulas.

Cuando haya algo que festejar, nadie se dará cuenta. Será cuando nadie se preocupe por contar los días que lleva Uruguay en democracia. Será cuando a nadie le preocupe si la Justicia funciona, porque estará funcionando. Será cuando desaparezcan las Fuerzas Armadas o tengan algún sentido. Será.