Siguen los debates políticos en torno a la Ley de Caducidad, con pérdida de los puntos de referencia. Ahora se habla una vez más, por ejemplo, de la posibilidad de derogar esa norma, a menudo sin aclarar que los cuestionamientos nacionales e internacionales que ha recibido se deben, ante todo, a sus efectos, y que la derogación no los eliminaría.

Salvando grandes distancias, los registros en el Clearing de Informes se borran cuando uno paga, y la deuda del Estado uruguayo consiste, muy precisamente, en la impunidad de quienes participaron en el terrorismo de Estado. Impunidad que no sólo implica la permanencia en libertad de esos criminales, sino también que el país haya aceptado, invocando una canallesca "lógica de los hechos", que delitos de semejante gravedad sean tolerables; que se haya arrogado la potestad de desafiar, al tolerarlos, el avance internacional de los acuerdos sobre derechos humanos; y que haya condicionado la actuación del Poder Judicial a la autorización del presidente de la República. No es algo que se arregle derogando una ley, si sus consecuencias persisten como un "derecho adquirido" por los impunes. Sería como pintar una pared llena de humedades: un disimulo transitorio que nada resuelve.

Hay unos cuantos terroristas de Estado presos, y eso no es poca cosa. Para unos cuantos más, la impunidad se anulará o se mantendrá. Ninguna de las dos opciones es inobjetable pero es preciso aceptar una, sabiendo que cualquiera de ellas traerá problemas. Otra forma de plantear el asunto es que debemos decidir cuál opción nos resulta más inaceptable para la salud del estado de derecho.

Hasta el momento venimos por el camino de Poncio Pilato, que según la Biblia preguntó a una multitud si prefería que él liberara a Jesús o a Barrabás, y presentó así su decisión de crucificar al primero como un acatamiento de la voluntad popular, con el proverbial gesto de lavarse las manos. La historia no lo absolvió.

Así habló Mujica

En esta compleja coyuntura, el presidente de la República ha considerado necesario aportar ideas sobre lo que está en juego, y no ha sido fácil comprenderlo. Intentémoslo: es importante.

Su tesis se ha simplificado como una advertencia sobre el peligro de que el Frente Amplio pierda las próximas elecciones, si gran parte de la ciudadanía lo ve "pasando por encima de dos consultas populares". Tiene sin duda ese contenido, pero no se agota en él.

El 5 de mayo Mujica expuso lo que piensa en su programa de radio, y lo hizo de un modo llamativo: no se refirió al "pasado reciente", sino al período previo; y no habló de cuestiones éticas o jurídicas, sino de circunstancias económicas y sociales.

Dijo que quienes tienen "60, 70 u 80 años" han pasado la mayor parte de sus vidas "en un Uruguay que se fue quedando", después de un período de prosperidad en la primera mitad del siglo XX, "pálido recuerdo en lo más hondo de nuestra memoria y nuestra cultura". Afirmó que "toda nuestra conciencia subliminal histórica corresponde a ese largo pasado de estancamiento", que se puede representar con "el ferrocarril abandonado" o el "atraso cultural" de no emplear el transporte mediante navegación de cabotaje, "la vía de comunicación más barata".

Pero añadió que "en los últimos seis o siete años, fuere por lo que fuere, da la impresión de que [ese medio siglo de crisis] va quedando atrás, aunque buena parte del Uruguay todavía no se da cuenta". Y que si bien sabe que "no estamos tocando el cielo con las manos", y que "crecimiento económico no es igual a desarrollo", ahora es posible, por ejemplo, aumentar mucho los recursos destinados a la educación (no dijo para qué). Tenemos, alegó, la responsabilidad de consolidar "un cambio de trascendencia histórica", para "hacer andar modernamente a este país hacia el porvenir".

En su opinión, esto es "la mayor defensa de los derechos humanos reales de las grandes mayorías de este país", y "va de la mano" con que "el proyecto frenteamplista se agrande, se multiplique y se profundice", para "incluir todo lo más posible". Según Mujica, "nada es más importante" que consolidar "el Uruguay de la positiva", que "va a tener ferrocarril, que va a tener cabotaje, que va a pelear por tener una enseñanza con los pies en la tierra y cada vez mejor". “Ésas son las grandes herencias que tenemos que dejar a aquellos que nos sucedan", aseveró.

En ese marco, sostuvo que es necesaria "la alta política" para "ayudar a sostener y encauzar" las posibilidades de cambio, y expresó su rechazo por las "humanas pequeñeces que no hacen otra cosa que deprimirnos, que nos separan cuando tenemos que construir un nosotros a pesar de todas nuestras diferencias". Todo indica que no hablaba sólo del FA, y que esa "construcción del nosotros" implica la meta de "unidad nacional" que ha reiterado en los últimos tiempos, la idea de "patria para todos y con todos" enfatizada en su discurso de asunción.

En suma, el presidente ve en la realidad actual del país la oportunidad de dejar atrás medio siglo de crisis económico-social, que a su entender ha condicionado nuestra manera de estar en el mundo. Entiende que para aprovechar esa oportunidad, consolidando una nueva base de prosperidad que propicie, a su vez, un cambio de mentalidad social, es preciso construir "unidad nacional". Y teme que la opción por erradicar la impunidad del terrorismo de Estado ponga en grave peligro la posibilidad de construir esa unidad.

¿Volver al futuro?

Las metas esbozadas por Mujica implican, de algún modo, desandar el camino de conflictos y violencia que trajo consigo la crisis de mediados del siglo XX, para recuperar oportunidades perdidas en la presunta Edad de Oro anterior. Esto puede ser muy valioso para una persona con la edad y la singular trayectoria vital del presidente. Quizá quiera exorcizar el período en que sintió que la crisis económica, sumada al fracaso de los primeros intentos de unificación electoral de la izquierda, hacía inevitable la lucha armada. Quizá sienta que el país dobló mal antes, entre 1958 y 1966, cuando los primeros gobiernos blancos del siglo XX (que él votó e integró) no lograron salir del pozo, sino que se hundieron más en él.

Poco importa. En cualquier caso, caben serias dudas de que recuperar vivencias tan pretéritas sea convocante para un uruguayo promedio. No es, obviamente, el anhelo central de los votantes del FA, ni el de los frenteamplistas históricos, y ni siquiera el de los militantes del Movimiento de Participación Popular, aunque ese sector cierre filas detrás de los sueños presidenciales.

No lo es, para empezar, porque el diagnóstico de Mujica sobre la actualidad es muy discutible. Donde él percibe una perspectiva de cambios trascendentes, muchos otros ven que persiste un tremendo lastre de deterioro y disgregación sociocultural, y que será muy difícil superarlo. Sobre todo porque no hay sobre la mesa propuestas que parezcan promisorias para remontar la crisis.

No ayuda mucho un FA que se debate entre la tecnocracia y la mediocridad, o ensaya combinaciones contraproducentes de ambas cosas, que se ha quedado sin proyectos que entusiasmen (que lo entusiasmen, para empezar), y que se acaba de rifar gran parte de lo que le quedaba como común denominador. Es probable que la lucha contra la impunidad sea un móvil central para una minoría del país, e incluso para una minoría de los votantes del FA, pero se trata de una minoría muy relevante, que constituye en buena medida el corazón frenteamplista: nada menos que eso se ha puesto en peligro.