Una de las consecuencias del momento crítico que atraviesa el Frente Amplio es que su Mesa Política ha sido convocada para este viernes, por iniciativa del Movimiento de Participación Popular, a “discutir la vigencia” del acuerdo político que sustenta, desde que fue aprobado por el Plenario Nacional el 9 de febrero de 1972, la existencia del propio FA, y al que nunca se le ha cambiado ni una coma.

El acuerdo, que en realidad se llama “Compromiso político”, establece que los sectores frenteamplistas (en aquel entonces no había representantes en el Plenario Nacional de los comités de base) mantendrán “la unidad y continuidad” del FA, mediante el “acatamiento” de “las resoluciones de los organismos dirigentes”. Eso es, obviamente, lo que se le quiere reclamar al Partido Comunista, a propósito del proyecto de asociación público-privada y, por si acaso, en términos generales.

Sin embargo, no pueden caber dudas acerca del valor esencial -quizás incluso exagerado- que asignan los comunistas a la disciplina en una organización política. Y todos sabemos, el PCU no ha sido el único desacatado en los últimos tiempos.

La cuestión es que las normas de funcionamiento se basan en lo que el derecho romano llamaba affectio societatis, o sea la voluntad de asociarse de modo duradero, en términos de cooperación y lealtad, a partir de la confianza en que se comparten objetivos importantes. Cuando se debilitan esos factores, el cumplimiento de los compromisos estatutarios queda en grave peligro.

La “Declaración constitutiva” del FA, firmada el 5 de febrero de 1971 y nunca modificada, explica con mucha claridad los motivos que llevaron a fundar esa fuerza política, superando antiguas y duras enemistades entre sectores de izquierda, atrayendo a fracciones de los partidos tradicionales y convocando a muchísimas personas sin alineamiento partidario.

Esa declaración expresa la percepción de enemigos comunes en escala nacional e internacional (“una oligarquía en directa connivencia con el imperialismo”), y de una “polarización inevitable” debido al creciente autoritarismo con que el gobierno de Jorge Pacheco Areco impulsaba un proyecto “antinacional y antipopular”. En ese marco, admite que “ninguna fuerza política aislada sería capaz de abrir una alternativa cierta de poder al pueblo organizado” y sostiene que es necesario definir, defender y aplicar, mediante el acceso al gobierno nacional, “un programa de contenido democrático y antiimperialista que establezca el control y la dirección planificada y nacionalizada de los puntos claves del sistema económico para sacar al país de su estancamiento, redistribuir de modo equitativo el ingreso, aniquilar el predominio de la oligarquía de intermediarios, banqueros y latifundistas y realizar una política de efectiva libertad y bienestar, basada en el esfuerzo productivo de todos los habitantes de la República”.

Cuarenta años después, es obvio que aquel común denominador perdió vigencia. Hasta que se identifique uno nuevo, adecuado a la diversidad actual de los motivos para integrar el FA, no será posible reconstruir las confianzas necesarias para que el proyecto compartido predomine sobre los sectoriales, los socios sean considerados compañeros y haya disciplina, no por temor a las sanciones, sino por una fuerte convicción acerca de su necesidad y conveniencia. Sin lo que los documentos fundacionales llaman “las bases programáticas de la unidad”, lo que está en tela de juicio no es la vigencia del “Compromiso político” sino la del frenteamplismo.