No hay que escandalizarse. Uruguay vive en permanente campaña electoral. Lo que sucede en los meses anteriores a los comicios es apenas la agitación que preludia el orgasmo de noviembre. Se trata de una visión tántrica de la política. Pero ya no se nota como en décadas anteriores la sintonía de la sociedad con ese solitario fervor partidario. Quienes no se dedican a la política, sea en militancia o profesión, parecen preferir otros mecanismos para satisfacerse, y cada vez son menos quienes la perciben siquiera como un tema de conversación interesante.

Motivos tienen. Los partidos, los gobernantes, legisladores y demás funcionarios que responden a sus partidos han preferido, en general, un esquema de comunicación vertical con la ciudadanía, a la que toman en consideración mediante encuestas y sin asumir su tarea de alentar los debates sobre ideas antipáticas. El modelo que siguen es, por lo tanto, demagógico y autoritario al mismo tiempo, aunque suene paradójico. Funcionan a reacción.

Así, por ejemplo, cuando advierten en las encuestas el aumento de la preocupación por la seguridad, la oposición propone mano dura y el gobierno lanza “megaoperativos” policiales para el disfrute de los noticieros. El Ministerio del Interior reaccionó ante el disgusto de ciertos sectores con estas medidas con una torpe campaña contra la “estigmatización” de los barrios en los que concentra la represión, y que, al identificarlos, los estigmatiza aun más. Frases como “en el Borro hay muchos jóvenes que estudian” o “en el Marconi hay mucha gente que marca tarjeta” les sugieren a los residentes de zonas más privilegiadas que conviene no acercarse al Borro ni al Marconi. Porque, sí, es cierto que “en el 40 Semanas hay mucha gente que trabaja todos los días”, pero un operativo con decenas de agentes armados a guerra, helicópteros y cámaras de televisión transmitiéndolo en directo, le dice al público que también hay allí muchos delincuentes.

Una mayor participación de las comunidades locales podría haber ayudado a las autoridades a implementar mecanismos más razonables para reducir la criminalidad. Es posible que, además, volviera innecesaria una propaganda tan penosa, que sólo sirve para tranquilizar a las familias de Pocitos que contratan servicio doméstico procedente de Paso de la Arena. Tampoco se notó mucha consulta a los involucrados al tratarse cuestiones como Aratirí y el puerto de La Paloma, entre otras.

Una de las características que distinguió al Frente Amplio en sus orígenes fue lo abrumador de su militancia, desproporcionada en comparación con los votos que obtenía en las elecciones. Una vez que alcanzó el gobierno, la coalición reiteró errores de los partidos fundacionales, que habían vivido en los albores del siglo XX una ebullición de sus “clubes políticos”, vaciados a medida que otras responsabilidades le restaban atención a la actividad interna. Además, igual que a los dirigentes blancos y colorados, a los frenteamplistas se les pasó por alto que asumir funciones ejecutivas los obligaba a ampliar su base de consulta a toda la ciudadanía, no sólo a sus seguidores.

Conclusión: la sociedad se siente inútil para influir sobre las decisiones políticas. Los partidos, todos los partidos, actúan por acción y reacción, por encuesta y twitteo. Amplios grupos militantes trasladaron sus deliberaciones a Facebook. Los comités ejecutivos sesionan a puertas cerradas. Las convenciones y congresos aprueban programas y candidatos a las cansadas. Los funcionarios apenas funcionan y, de vez en cuando, a alguno se le ocurre una genialidad, como que es necesario hacer notar que en las “zonas rojas” -que ellos mismos delimitaron- “hay muchos gurises que no se dan la papa”. ¿Acaso sabe este creativo empleado público qué piensan al respecto esos gurises, sus padres y sus madres? ¿Puede saberlo si no asoma la cabeza de las carpetas que le mandan Cifra, Factum o Equipos Mori? ¿Si considera válido el modelo de participación ciudadana representado en la “rendición de cuentas”, como se denominaba a aquellos actos políticos que convocaba Tabaré Vázquez cuando era presidente?

Tal vez en eso pensaba el vicepresidente Danilo Astori cuando escribió su columna del martes para UyPress, según la cual “sin democratización del Frente Amplio no es creíble ni aceptable un proyecto nacional impuesto a la sociedad”. Astori rechazó la política concebida como “un juego de muñecas rusas”, en el que “a partir de un núcleo duro y central se puede avanzar imponiéndole al sector subsiguiente determinadas posiciones”, para luego imponerlas “a toda la sociedad”.

De estas palabras se puede deducir que, como en el oficialismo no rige una democracia plena, el gobierno afronta grandes dificultades para dialogar con la ciudadanía. Resta saber qué sectores frenteamplistas se oponen a ese talante democratizador y cuáles son sus explicaciones.