Ha nacido un nuevo partido político que perdió el miedo a decir “soy de derecha”. Interesa analizar esta novedad a la luz de una breve revisión histórica de la experiencia derechista uruguaya. A contramano de lo que el novel partido proclama, son raros en Uruguay quienes adoptaron públicamente esa definición (Daniel García Pintos y su “derecha popular” revela una excepción), que ha sido marca identitaria en muchos países de Europa, donde la derecha ha alcanzado con frecuencia mayorías electorales. El apelativo “derecha” sufrió aquí una carga peyorativa, de la que casi todas las fracciones de los partidos tradicionales han rehuido. Pero más allá de autodefiniciones, la categoría adquiere validez en las ciencias sociales, colocando la derecha y la izquierda en un continuo ideológico en el cual cada componente se define por su distancia relativa con el otro.

En las primeras décadas del siglo XX, la alianza entre las autoproclamadas “clases conservadoras” y las fracciones de derecha de los partidos tradicionales enfrentó con relativo éxito las formulaciones reformistas del batllismo y las revolucionarias de las izquierdas. Pero el intento de crear “el” partido conservador, la Unión Democrática de Irureta Goyena en 1919, naufragó entre la indiferencia: el formato bipartidista fue capaz de contener las tendencias derechistas dentro de los partidos tradicionales. Ante las incertidumbres de los años 20 y 30, la efervescencia fascista tuvo sus resonancias locales. La derecha revolucionaria alcanzó notoriedad y no faltaron fundaciones próximas al imaginario totalitario en boga, como las “Vanguardias de la Patria” de corte militarista o la “Acción Revisionista” de tinte intelectual. Incluso los conservadores de 1933 no dudaron en tildar al golpe de Estado como “revolución de marzo”. Sin embargo, consumado el golpe, Terra no instrumentó las propuestas maximalistas de la derecha. La sociedad y el sistema político no se adecuaban a esos planes. En línea con un rasgo estructural de la política uruguaya, se imponía una derecha “amortiguada”.

La guerra fría moldeó el discurso de la derecha; el anticomunismo, sin ser nuevo, pasó a ocupar un lugar de privilegio. Investigaciones recientes han señalado el protagonismo de la “prensa grande”, de la oficina local de la CIA y de la prédica de gobernantes como Benito Nardone o César Batlle en la construcción del discurso anticomunista recalcitrante. La revolución cubana ambientó el surgimiento de grupos que competían con la izquierda en el espacio público, como el Movimiento Estudiantil en Defensa de la Libertad (MEDL) y la Asociación de Lucha Ejecutiva y Repudio de los Totalitarismos de América (ALERTA). Esta ofensiva de derecha (se autodenominaba “demócrata”) de comienzos de los 60 se sumió en hechos de violencia que la Policía eludió resolver. El discurso liberal-conservador de esas organizaciones se mezcló con el tono falangista y nacionalista de otros experimentos, asistiendo atónito el país a episodios de tatuajes con esvásticas y atentados antisemitas.

La polarización de los 70 mostró a una derecha capaz de sintetizar muchas de sus tradiciones: el conservadurismo colorado reorientado por Jorge Pacheco, el ruralismo, el integrismo católico expresado por Juan María Bordaberry, el ultranacionalismo incubado en la interna del Ejército, convergieron en expresiones de una derecha reaccionaria y violenta. Fue el escenario propicio para el surgimiento de organizaciones que asumieron funciones parapoliciales, como la Juventud Uruguaya de Pie y los más oscuros “escuadrones de la muerte”.

Una vez instalada la dictadura las expresiones militantes de derecha se disolvieron. Los intentos por crear partidos desde arriba, por parte de Gregorio Álvarez o Néstor Bolentini, no pasaron de la anécdota. Tras la parálisis, en 1984 el electorado de derecha volvió a encontrar sus nichos en los partidos tradicionales. Desde el retorno a la democracia han aparecido partidos que “olían” a derechas, pero la indiferencia ciudadana los marginó.

¿Qué hay entonces de nuevo y de viejo en el Partido Uruguayo (PU)? Hay algunas novedades en su postulación derechista, pero además en el recurso explícito a un marco teórico (algo poco común en la tradición de la derecha) y curiosamente de matriz marxista: tomando a Gramsci, consideran que el país asiste a una hegemonía cultural de la izquierda construida desde los 60 y que la lucha política consiste en revertir esa situación.

Por otro lado, este PU recoge las más puras tradiciones de la derecha: nacionalismo antiizquierdista, antiigualitarismo, sentido de autoridad, papel de la familia, etcétera. Recrea también un componente común en la trayectoria larga de la derecha uruguaya: postularse como desafío a los partidos tradicionales con un sustrato de rechazo a los políticos profesionales, la demagogia y las prácticas “electoreras”.

Su principal desafío será vencer la tradicional dificultad movilizadora que la historia del conservadurismo uruguayo ha mostrado y la persistencia de los partidos para canalizar las energías derechistas.