La posición adoptada por Uruguay acerca de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA (ver http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/1/buena-letra/ )* es una oportunidad para reflexionar sobre la relación de nuestro país con los organismos internacionales, cada vez más relevante para la política local y rica en complejidades que no conviene obviar.

En los últimos años ha aumentado la frecuencia con que debemos prestar atención a lo que deciden instituciones de la “comunidad internacional” acerca de las políticas uruguayas. Entre los casos más notorios están el proceso en la Corte Internacional de Justicia iniciado por Argentina contra nuestro país por la instalación de Botnia; el incidente creado cuando el presidente de Francia sostuvo que Uruguay era un “paraíso fiscal”, al cabo de una cumbre del G20; y el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Gelman. Pero la lista es larga e incluye también, por ejemplo, el fallo de la misma Corte ante reclamos de ex ahorristas del Banco Montevideo, las discusiones en el marco de la Organización Internacional del Trabajo sobre la normativa uruguaya acerca de ocupaciones de lugares de trabajo y la opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la prolongada permanencia en prisión de los hermanos Peirano.

El fondo del asunto admite una explicación marxista de manual: durante décadas, el proceso que condujo a la llamada globalización económica, a caballo de los cambios tecnológicos, creó condiciones para que se modificaran las ideas predominantes y se fortalecieran nuevos sistemas institucionales regionales o mundiales, que avanzan sobre el terreno histórico de los Estados nacionales. No sólo convivimos con un “Banco Mundial” y un Fondo Monetario Internacional, sino también con frecuentes intervenciones militares multinacionales -“humanitarias” o no, y más o menos avaladas por el Consejo de Seguridad de la ONU-, una Corte Penal Internacional y una larga lista de organismos con distintos grados de legitimidad y de influencia, que buscan establecer criterios de evaluación y normas para bloques regionales o para el mundo entero, en lo laboral, lo sanitario o lo educativo, en relación con los derechos de las mujeres o de muy diversas minorías, en lo vinculado con los sistemas carcelarios o con el comercio, y en una infinidad de otras áreas.

Claro que los organismos internacionales no están integrados por sabios de indiscutible bondad. Sin ánimo de traumatizar a lectores ingenuos, es preciso señalar que “la comunidad internacional” son los Estados, y que las enormes disparidades de poder entre ellos determinan que, a menudo, se invoque la representación de esa “comunidad” para disimular la ley de la selva. Pero la tendencia al desarrollo de normativas internacionales también crea escenarios para la expresión, con alcance mundial, de fuerzas favorables a la libertad y la democracia, y para las alianzas entre ellas: parece claro que, en ausencia de esos escenarios, la prepotencia de los más fuertes se podría imponer con más facilidad.

Para países como Uruguay, el fortalecimiento del derecho internacional ha sido siempre la mejor garantía disponible contra el avasallamiento por parte de las potencias, en la región o en el mundo, y la inserción en bloques es hoy -mal que les pese a los extremistas del libre mercado- menos mala que la navegación solitaria en aguas turbulentas, aunque consolide algunas desventajas en la relación con socios más fuertes que nosotros. Eso no impide que usemos los foros multinacionales para defender, en la medida de nuestras posibilidades, principios, como en el episodio de la OEA y sin alineamientos automáticos con ningún presunto “eje del bien”.

La política local y las relaciones internacionales están cada vez más cerca. Se aplica de modo creciente a los Estados lo que decía John Donne sobre los individuos: ninguno es una isla entera por sí misma. Y aceptar la idea de que los derechos humanos son universales es asumir que, como afirma el mismo poema, la muerte de cualquier persona nos empequeñece, porque somos parte de la humanidad.

  • Ecuador propuso recomendaciones relacionadas con ese organismo del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, y el embajador itinerante Milton Romani dejó constancia de que Uruguay las considera potencialmente inconvenientes. La expresión formal fue que éstas “pueden limitar las funciones y labores” de la Relatoría. En términos menos diplomáticos, Romani dijo a la diaria que “hubo un intento de arrancarle la cabeza”.