El régimen de Irán suele apelar a la confusión, cuando no a la mentira lisa y llana, para mostrarse ante el mundo como una pobre víctima de agresiones exteriores, con el fin de disimular las graves violaciones contra los derechos humanos a las que somete a millones de personas. Los gobiernos adversarios actúan con una deshonestidad igual o peor, mientras millones de iraníes pagan la factura del conflicto diplomático con sumisión, dolor y muerte. La losa que aplasta el legado de la antigua civilización persa es indisimulable, incluso desde el lejano Uruguay, un país que logró desembarazarse de una tiranía hace no muchos años gracias a la presión externa que acompañó la movilización interna. Pero el gobierno actual ha sido omiso a la hora de devolverle al mundo esa solidaridad. Las supuestas conveniencias fueron más fuertes que el ánimo de promover los derechos humanos. Irán es sólo una de las dictaduras que disfruta de su incomprensible favoritismo.

Riqueza petrolera, programas nucleares, millones de personas sometidas a ocupación militar, monarquías absolutistas, satrapías disfrazadas de democracia, conflictos religiosos, movilizaciones populares y extrema desigualdad social entre países y dentro de ellos: éstos son algunos de los ingredientes del cóctel molotov que incendia al Medio Oriente. Los intereses externos agravan la ya penosa situación. Los votos de la delegación uruguaya en la más reciente sesión del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Ginebra no contribuyen a apagar el fuego.

En el caso de Israel, Uruguay volvió a condenar lo condenable: rechazó junto con la enorme mayoría del Consejo, como lo hace desde 1998, la construcción de colonias judías en los territorios árabes usurpados en la guerra de 1967. De acuerdo con las convenciones internacionales, el país ocupante es responsable de garantizar el bienestar y la vigencia de los derechos humanos de la población en las áreas ocupadas, y los palestinos de Cisjordania y Gaza soportan privaciones y abusos intolerables. Pero al negar su voto a la prórroga del mandato del relator especial sobre la situación en Irán, Uruguay le hizo un flaco favor a la causa palestina, pues le restó legitimidad a la acción de la ONU y reforzó las acusaciones de Israel acerca de la “hipocresía” del foro mundial.

Las circunstancias que rodearon el debate del Consejo tampoco ayudaron a aclarar el panorama. Las potencias occidentales, que aún no aprendieron que los embargos económicos consolidan a los autócratas y perjudican a los pueblos, restringieron sus compras de petróleo a Irán. No por sus flagrantes violaciones a los derechos humanos, sino como castigo por el supuesto carácter bélico de su programa nuclear, en una campaña que recuerda demasiado a la inútil búsqueda de armas de destrucción masiva que desembocó en la invasión de Estados Unidos a Irak.

Occidente también parece haber olvidado que sus desinteligencias, o más bien las burradas perversas de George W. Bush y Ariel Sharón, terminaron radicalizando al régimen iraní, que durante la presidencia del moderado Muhammad Jatami (1997-2005) había tendido puentes a través de la denominada Alianza de Civilizaciones, respaldada por el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan. La hostilidad gratuita destrozó esa estrategia y la incipiente apertura, al tiempo que facilitó la llegada al gobierno de la bestia de Mahmoud Ahmadinejad.

Años más tarde, las crecientes agresiones extranjeras le sirven a la dictadura en Teherán para consolidarse y seguir oprimiendo a minorías religiosas y sexuales y a las mujeres, fraguando elecciones, practicando la tortura, encarcelando a disidentes, ejecutando en la horca y hasta hace pocos meses también con la lapidación a apóstatas, infieles y adúlteras, mutilando a condenados por diversos delitos, encarcelando a disidentes, periodistas y artistas, y reprimiendo a balazos manifestaciones pacíficas.

Pero, como si fuera un chiste malísimo, los países que más alzan la voz para cuestionar a Irán son Estados Unidos e Israel. El primero detonó bombas atómicas contra dos ciudades, integró la tortura al arsenal de su “guerra contra el terror”, practica la pena de muerte e invade países con un ánimo casi deportivo. El segundo basa su existencia sobre la identidad religiosa, inventó el “asesinato selectivo” de supuestos terroristas, usa territorio ajeno como si fuera su letrina y fabrica armas nucleares sin adherir (como sí lo hizo Teherán) al tratado internacional que las limita. Para colmo, critica al régimen iraní, con legítimo derecho, por negar el Holocausto judío, pero niega el genocidio armenio para congraciarse con la veleidosa Turquía.

Sería lo decente que Uruguay se solidarizara con una nación que sufre penurias no muy diferentes a su dolorosa experiencia. Que ayudara, en la medida de sus posibilidades, a su democratización. Pero al negarse no ya a condenar, sino siquiera a permitirle a la ONU investigar la situación de los derechos humanos en Irán, sólo contribuye a que la podredumbre siga acumulándose debajo de la alfombra persa.