Al comienzo de la campaña electoral de 2009, el entonces aspirante a candidato presidencial frenteamplista José Mujica presentaba como “un modelo” y “un sueño a perseguir” el del “hombre que se manda a sí mismo, que tiene capacidad para gobernarse a sí mismo y, sin embargo, tiene conducta social”. Ese “ideal” tenía, y tiene, nombre y apellido: los kung san (o !kung, !xung o zhun/twa), antiquísima comunidad aborigen del sur de África aún hoy dedicada a la caza y a la recolección de vegetales silvestres. Lo notable, según él, era que “no precisan jefes”, “trabajan dos horas al día” y gozan de “una vida espléndida”.

Para saber de qué se trata no es necesario devorarse las más de 600 páginas de la “Introducción a la antropología general”, el libro del británico Marvin Harris y publicado en español por Alianza a través del cual Mujica conoció a los kung sang. Quienes trabajen más de dos horas por día pueden recurrir a las 61 páginas con tipografía para miopes y publicadas en la brevísima colección Alianza Cien, de la misma editorial, bajo el título “Jefes, cabecillas, abusones”. Ahí está más o menos todo.

Mujica omite algunos detalles cuando se refiere a los kung san, seguro que por ánimo de simplificar el mensaje. Las jornadas de trabajo son extenuantes, pero los adultos se turnan en la tarea. La distribución de los alimentos, muy equitativa, sigue un modelo denominado “intercambio recíproco” al que se opone la “redistribución”, de carácter coactivo. Entre los kung san, la tarea se realiza a la vista de todos, bajo la mirada atenta de un discreto líder. Porque, en realidad, carecer de “jefes poderosos” no significa la inexistencia de “algún tipo de liderazgo político”, que “es ejercido por individuos llamados cabecillas que carecen de poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes”, según el librito de Harris.

Eso es posible porque, aunque carecen “de medio físicos certeros para castigar a aquellos que les desobedecen”, dan “pocas órdenes”. El “poder político genuino depende de su capacidad para expulsar o exterminar cualquier alianza previsible de individuos o grupos insumisos”, como los que “intentan intensificar la captura de animales y la recolecta de plantas silvestres”, pues esa actitud aumenta “el riesgo de agotamiento de los recursos”. Ése es uno de los motivos por el que, en palabras de Mujica, “esta gente trabaja muy poco”: si laburaran más, se quedarían sin comida. Otro detalle que suele dejarse de lado es que se trata de comunidades muy pequeñas, de entre 20 y 40 personas.

El fanfarroneo conspira contra los aspirantes a líder. Los kung san “aprecian al cazador que nunca llama la atención sobre su generosidad”, según Harris. Así se lo explicó al antropólogo uno de ellos: “Cuando un hombre joven sacrifica mucha carne, llega a creerse un gran jefe o gran hombre y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar esto. Rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien.”

Los líderes kung san convencen, no mandan. “Toman la palabra con mayor frecuencia que los demás y se les escucha con algo más de deferencia, pero no poseen ninguna autoridad explícita y sólo pueden usar su fuerza de persuasión, nunca dar órdenes”, escribió Harris.

El experto lo explica por tres razones: “el pequeño tamaño de las sociedades”, “la importancia central de los grupos domésticos y el parentesco en su organización social” y “la ausencia de desigualdades acusadas en el acceso a la tecnología y los recursos”. La aclaración vale la pena. Estos factores son los que desacreditan la cultura kung san como modelo para un país, pero han pasado inadvertidos, tal vez porque constan en el libraco de 600 páginas y no en el librito de 60.

Mujica confundió bastante los papeles. A los kung san les atribuyó “una brutal individualidad”, por ejemplo. También sus adversarios confundieron lo que él dijo, y algunos llegaron al ridículo extremo de rechazar la idea de trabajar poco y pasarla “espléndido”, sea lo que fuere que significa “espléndido” en los desiertos del sur de África.

De cualquier manera, este tipo de liderazgo sirve como modelo para evaluar los de cualquier grupo social, hasta cualquier país. Y hasta el de las comunidades políticas.

A lo largo de la historia uruguaya, los partidos y movimientos de izquierda pasaron de los “cabecillas” a los “jefes” que obtienen su autoridad mediante mecanismos bastante artificiales. Desde los líderes cercanos a sus liderados dentro de pequeños partidos hasta, por ejemplo, el actual presidente del Frente Amplio, Jorge Brovetto, quien pasó casi ocho años en el puesto sin que se sepa aún si condujo qué cosa hacia dónde ni con qué objetivo.

En algún momento que podría ubicarse en 1962, con los primeros ensayos de unificación de grupos izquierdistas, los problemas de liderazgo (su identificación y lo que se hace con él) comenzaron a complicarse. En un partido de las dimensiones del Frente Amplio, desandar ese camino parece ahora demasiado difícil, triunfe quien triunfe en las elecciones de este domingo.