Hace unos años, en la época en que Daisy Tourné era ministra del Interior, tocaron timbre a mi casa. Era un amigo de mi hijo; un joven que entonces andaba por los 18 o 19 años. Venía llorando, lo hice pasar y me contó que “una camioneta de la metro” lo había seguido varias cuadras por una avenida iluminada, hasta que bajaron, le pidieron documentos, lo cachearon, le rompieron algunas cosas que llevaba en la mochila, y como despedida le pegaron terrible piña en el estómago. Hablé con la madre y me dijo que no iba a hacer la denuncia por miedo a represalias.

Tiempo después, estábamos ensayando con la murga en el club Rozebur, en Solferino casi Comercio, y vemos parar un patrullero frente al contenedor de basura que hay ahí cerca. Había un joven revolviendo, buscando algo útil ahí adentro. Esta vez fui testigo directo de una situación muy similar, casi un calco de la anterior, piña incluida. Bueno, no: esta vez fue una patada. En los días siguientes alguien me pasó un teléfono del Ministerio del Interior que sirve para denunciar ese tipo de sucesos. Llamé, pero me dijeron que si no sabía el número de patrullero, no podían hacer nada. Obviamente, no lo sabía.

El domingo, en las inmediaciones del estadio, un rato antes del clásico, se pudo ver a varios jóvenes con las manos sobre (casualmente) un contenedor, y con las piernas abiertas, la posición habitual para que la Policía te registre. A su lado, un policía pisaba una y otra vez una campera con los colores de Peñarol. No sé si intentaba demostrar su autoridad, o qué, pero no me parece que sea una actitud preventiva de la violencia; más bien todo lo contrario.

Tengo también historias de policías que se toman su profesión en serio, incluso más de lo que su trabajo lo exige. No las cuento porque no tiene sentido “denunciar” lo que está bien, pero quería dejar constancia.

Los tres casos que narré al principio pueden ser excepciones, no lo sé. Pero me parece muy improbable que, en tal caso, ocurrieran todos tan cerca de mí. El sentido común obliga a concluir que más bien debe tratarse de historias relativamente comunes.

Y el mismo sentido común me lleva a pensar que si estos hechos ocurren durante gobiernos de izquierda y en plena vía pública, habría que sentarse a pensar por qué. No creo en las casualidades. Ese policía que pisoteó la campera-bandera tiene que saber que esos jóvenes posiblemente reaccionarían, en ese momento o más tarde. Estaba tirando pólvora donde en un rato habría chispas. ¿A quién le puede convenir eso?

Y ahora salen con lo de los cacheos aleatorios. Los que los defienden dicen que es una molestia necesaria, útil para prevenir los delitos. Podría ser, pero no si entre los que los llevan a la práctica hay policías como éstos. Que porque no les gustó la cara de alguien (en los tres casos se trataba, además, de jóvenes) le den una piña gratuitamente sólo puede generar violencia, que se supone que es lo que se quiere evitar. Y estos señores pueden sentirse estimulados si el propio gobierno les da libertad para registrar “aleatoriamente” a la gente.

Todo esto puede sonar a elucubraciones paranoicas. Ahora bien: se solicita ayuda al Ejército para custodiar la entrada a las cárceles, debido a que se supone que las armas, drogas, etcétera, ingresan a ellas por medio de los propios policías. Evidentemente, estamos ante un problema serio, cuya magnitud no conocemos. Creo que la gente, la misma que pide más presencia policial, merece saber qué está pidiendo. Los policías honestos no merecen la sospecha que cae sobre ellos. Y nosotros no merecemos que nos “cuiden” del modo en que describí al principio de la nota. Y tampoco que se nos trate como idiotas, intentando que nos traguemos el verso de que los únicos responsables de la inseguridad son los menores infractores.