Si bien la influencia actual de la prensa es absolutamente incomparable con la que tenía en el pasado, tan siquiera por la masividad de su acceso, su papel en la transmisión de información y sensaciones en torno a la criminalidad dista de ser un fenómeno nuevo. Por el contrario, el aumento del interés por la cobertura de los delitos se puede rastrear hasta por lo menos el último cuarto del siglo XIX. Es más, durante ese período se hace notoria, además de cierta especialización en la crónica policial, una transformación en lo que la investigadora Stella Martini llamó “geografía de la noticia”, un concepto referido a los cambios en la distribución de los espacios en la prensa escrita.

Como parte de este proceso, la crónica policial empieza a trasladarse desde el interior de los diarios, donde ocupaba secciones menores, a la primera página o a los editoriales. Igualmente, vale la pena señalarlo, estas columnas interiores no desaparecieron y conservaron esa función, para nada desdeñable.

Recogiendo fundamentalmente los ilícitos de menor cuantía, particularmente los delitos contra la propiedad, su aparición cotidiana permitió reafirmar la imagen de una delincuencia que avanzaba de forma descontrolada en el Uruguay de fines del siglo XIX e inicios del XX.

Su presencia casi cotidiana sumó efectos a la erosión de la imagen de la Policía. No eran extrañas las campañas testimoniales en las que se apelaba a la práctica de enumerar día a día los hechos. Éstas sirvieron para ratificar la veracidad de las afirmaciones de la prensa en contraposición a lo señalado desde el gobierno. Diarios como La Tribuna Popular realizaron campañas regulares enumerando delitos. Literalmente. Así, por ejemplo, en agosto de 1904 dio inicio a la práctica de ir titulando los hechos con el número correspondiente. “Otro robo. Y van siete”, señalaba en su edición del 6 de agosto, en un espacio titulado precisamente “Crónica policial”.

Ante las críticas por el desmedido acento puesto en el delito, ya en abril de 1901 el diario El Deber se defendía destacando que no consignaba “ni una milésima parte de los robos que a diario se cometen” en Montevideo. Más impactante, por su dimensión, fue la transformación ocurrida en la crónica roja. El tratamiento otorgado a los hechos de sangre comenzó a ocupar en los diarios un lugar importante llegando inclusive a las portadas hechos destacados por su gravedad.

Pero dos elementos invadieron violentamente la escena. Bajo el reiterado título “Todos los detalles”, junto con la descripción minuciosa del hecho y del indagado, comenzó a tener una presencia central la víctima. Esto se acentúa dramáticamente en el caso de los homicidios para reafirmar la condición atroz del delito, elemento sustancial a la hora de la sentencia. Recordemos que esta condición era un factor esencial para la condena a pena de muerte según lo establecía el Código Penal vigente desde 1889.

Así, la víctima impotente ante la brutalidad del delito es puesta en escena. Presentado como un “hecho de salvajismo” por La Tribuna Popular, el asesinato en 1901 del adolescente José Vázquez en la calle Inca 52 tuvo una amplia cobertura. Sumando al titular “El menor muerto a hachazos y martillazos”, la crónica del 5 de diciembre no ahorraba detalles ni de los hechos ni de la forma de asesinato del joven mutilado por los golpes.

La minuciosidad en el relato comenzó a ser objeto de controversias entre los propios diarios, que polemizaron entre sí por el tratamiento de la noticia. Si la descripción pormenorizada de los hechos atroces tuvo puntos altos en los crímenes célebres, no lo fue menos en la crónica de las ejecuciones y en acciones que causaban condena social como los infanticidios.

En forma bastante temprana, sin por ello producir cambios notorios en sus políticas, El Bien comenzó a cuestionar la modalidad que iba asumiendo el relato de los reporters. El diario católico sostuvo en un artículo de 1888, titulado “La criminalidad y la prensa”, que “las repugnantes minuciosidades” resultaban una influencia negativa. Esta “publicidad del delito” que llevaba al conocimiento detallado de los hechos terminaba por convertirse en un mal ejemplo, debilitando el sentido moral y predisponiendo al crimen.

De esta manera la impronta moral, la función pedagógica que la prensa debía tener llevó a generar tibias propuestas de regulación. Incluso un planteo de El Día de un encuentro de los diarios para establecer reglas de juego claras terminó en un rotundo fracaso ante la ausencia absoluta de otros medios. Así, las tímidas propuestas de autorregulación por parte de los diarios cayeron en el vacío.

Ya a principios del siglo XX se comenzaba a instalar la idea de que el propio mercado y el presunto interés de los lectores debían regular los contenidos de los diarios. Aunque sea bajo el formato moralizante que planteaba El Bien, el interés social de los medios quedaba sumergido ante el de la cuestión comercial.

  • Ésta es la primera de una serie de columnas cuyos autores abordarán temas de actualidad desde una perspectiva histórica.