Los niños y adolescentes, y por qué no los jóvenes, no son los que eran. Una consigna tan elemental sirve de soporte a planteos tan importantes como la modificación del Código del Niño. Por su importancia, este cambio en la legislación rompe con una larga tradición en materia de infancia que llevó a Uruguay a percibirse como ejemplo para el continente. Pero, lo que parece más grave aún, violenta los convenios internacionales firmados por el país.

La idea de la maduración temprana -ya no de niños y adolescentes, sino de menores- reforzó los argumentos para recabar firmas para bajar la edad de imputabilidad penal. “No tiene nada que ver el menor de 18 años de hoy con el de hace 100 años”, opinó en setiembre de 2010 el diputado colorado Germán Cardoso en No toquen nada.

No cuesta inferir de ese planteo que cuando se sancionaba el Código del Niño, en 1934, la situación de la infancia debía ser radicalmente diferente o que al menos no era visualizada como un problema importante. También se podría concluir que la participación de menores en delitos era poco relevante para los contemporáneos. Sin embargo, los técnicos, hoy tan vituperados por su “benignidad” ante la temática, ya denunciaban el fenómeno de forma sistemática por aquellos años.

“El número y la audacia de los crímenes contemporáneos autorizan a creer en el aumento de la delincuencia. La edad de los acusados permite afirmar que la precocidad en el crimen se agrava en nuestros días en proporciones alarmantes”, puede leerse en un artículo de Carlos Arenaza, editado por el Boletín del Instituto Panamericano en 1930.

Adicionalmente, este problema se ubicaría en una época difícil, ya que la infancia estaba sometida a “diversiones inadecuadas o nocivas”. Curiosamente, una de ellas era el cine, diría el doctor Julio Bauzá, luego director de la División Primera Infancia del Consejo del Niño, ya que podía aparejar en la niñez “un mal que puede llegar a ser irreparable”.

Tiempos complejos los de la década del 30, plagados de influencias “corruptoras” como el automóvil, que excitaba el deseo de aventuras y ofrecía al criminal un medio fácil de escape. El mundo había cambiado en pocos años, reconocía el delegado norteamericano, William Healy, en el VI Congreso Panamericano del Niño de 1930: “El niño de 1900 o 1910 no estaba rodeado de muchos de los elementos seductores que hoy conducen a la delincuencia”.

El nuevo Código del Niño creó el Consejo del Niño. A pesar de su impronta tutelar, los avances reformistas no dejaron de señalar su preocupación por lo que se consideraba el origen del crecimiento de la criminalidad. Este grupo de menores, futuros delincuentes adultos, significaba un “peligro” para la sociedad si no eran “rehabilitados” a tiempo, se decía en la Comisión de Legislación de la Cámara de Senadores en setiembre de 1930.

Por eso la intervención estatal sobre los menores en “peligro moral” o “abandono material” atacaba el problema mediante la “lucha” contra el delito. Y la nueva legislación introducía la inimputabilidad como base de una nueva arquitectura legal, una modificación radical que generó inmediatas preocupaciones. Por ejemplo, en 1934 el representante nacional Abadie Santos advertía en El Debate que la impunidad para los delitos cometidos por menores produciría “efectos sociales casi alarmantes”.

Así, la desprotección de la sociedad frente al aumento del delito y una inadecuada legislación eran temas instalados en los debates previos a la aprobación del Código del Niño. Incluso, como reconocía el doctor Roberto Berro, la nominación de esta ley empleando la palabra “niño” respondía a una suerte de operativo publicitario para despertar simpatías hacia el proyecto.

Con un Código plagado de “errores y disparates”, diría El Día el 4 de abril de 1934, el tema de los menores se instaló tempranamente en la arena política a la hora de cuestionar al gobierno. Inadecuación a la realidad de Uruguay (una “obra muy costosa”), aumento de organismos estatales o desprotección a la población son varios de los argumentos críticos que se manejaron con rapidez y persistencia. El último de ellos se mantuvo: en 1960 Octavio Morató Rodríguez le reprochaba al Código del Niño que en su afán de “regenerar” a los “menores delincuentes” se había “olvidado” de los “derechos de la comunidad”, que tiene “el derecho de ser defendida contra los sujetos hostiles a ella, cuya peligrosidad social se mostrara en su comisión de graves delitos”.

La discusión procesada entre 1925 y 1934 refleja cuánto preocupaba la cuestión de la infancia. Algunos planteos hoy presentados como “innovadores” reflotan argumentos de aquel período, y resulta llamativo el desinterés por estudiar cómo se procesó la sanción del Código. Pero más aún el quiebre radical con aquella visión optimista que pintó al siglo XX como el “Siglo de los Niños”. Lo dice claramente el ya mencionado Arenaza: “Felizmente hemos reaccionado y era tiempo [...] Un nuevo concepto sobre los deberes del Estado para con el niño abandonado o delincuente, leyes favorables e ideas nuevas sobre la niñez”.