Si José Pablo Torcuato Batlle Ordóñez viviera y se mantuviera milagrosamente lúcido a los 156 años, cabe suponer que estaría un poco desconcertado por la disputa entre colorados y frenteamplistas acerca de quiénes son sus auténticos, mejores o exclusivos herederos.

Podría sentirse primero muy halagado, ya que en ambos bandos hay quienes hablan hoy de sus ideas como si fueran un bloque de aciertos indiscutibles, pese a que tanto en el Partido Colorado como en la izquierda enfrentaron históricamente fuertes críticas y rechazos, por parte de quienes las consideraban excesivas o insuficientes.

Aunque Don Pepe no pasó a la historia por ser un ejemplo de humildad, es posible que se sintiera incluso injustamente halagado al oír que el inventario de su presunta herencia incluye bienes como el de la “sensibilidad social”, como si él hubiera sido su fundador. Estamos a pocos pasos de que alguien identifique al sindicalismo uruguayo como heredero de una lucha batllista por el límite de ocho horas a la jornada laboral (que, dicho sea de paso, no estaría mal reivindicar en estos tiempos de multiempleo).

También es posible que el viejo Batlle sospechara una intención de burla detrás de tanto elogio, porque esta pequeña discusión sobre su legado se produce mientras las corrientes políticas emparentadas con el batllismo han llegado a su nivel de menor incidencia en muchas décadas. En el coloradismo, el último Batlle que gobernó poco tenía que ver ideológicamente con él y hoy comanda la estirpe de los adversarios históricos de Pepe. El Frente Amplio, que creció conducido por un neobatllista como Liber Seregni y ha llegado a identificarse como “progresismo” (un término que le habría gustado a Batlle Ordóñez), llevó en 2009 a la presidencia a José Mujica, una figura claramente marcada por tradiciones blancas (y en el actual oficialismo los sectores que se identifican como descendientes de la nación batllista tienen muy relativa incidencia). Incluso el Nuevo Espacio, que exhibía su batllismo cuando fue fundado en 1989 detrás de Hugo Batalla, tampoco reivindica demasiado ese pedigrí.

Quizá Pepe Batlle concluyera, decepcionado tras el halago y el desconcierto, que fracasó su intento de fundar un espacio político nuevo, dentro del viejo coloradismo pero con ideas nuevas y avanzadas para el comienzo del siglo XX, capaz de dejar sin asunto a los socialismos de inspiración marxista. Ahora los colorados regresan a matrices anteriores, la izquierda llegó al gobierno y los blancos... siguen siendo blancos. Sin embargo, para bien y para mal, el legado de aquel Batlle Ordóñez dista mucho de haberse desvanecido.

Para bien, porque en su tiempo histórico el predominio de Don Pepe significó un duro revés para fuerzas nefastas (es un lugar común destacar las contradicciones internas del primer batllismo, pero debemos recordar también que creció en guerra con sectores regresivos y oscurantistas, que hasta hoy buscan revancha) y marcó un punto de referencia sobre nuestro derecho y nuestra posibilidad de construir una sociedad mejor con criterios propios.

Para bien, porque aquel impulso, que resultó insuficiente o errado a mediano y largo plazo, nos dejó un persistente anhelo de sus promesas incumplidas, que nos ayuda a plantearnos tareas más profundas.

Para bien, incluso, porque aquel batllismo fue influido por ideas de las izquierdas de su tiempo, y también dejó hasta hoy su influencia en ellas, pero no pudo neutralizarlas o minimizarlas como hizo el peronismo en Argentina, y ésa es una gran causa de que la política sea muy distinta de uno y otro lado del Río de la Plata (cosa que el viejo Batlle probablemente vería con agrado).

Para mal, también, porque después de gobiernos colorados, blancos, frenteamplistas y cívicomilitares, y con independencia de que éstos se declararan batllistas, ajenos al batllismo o antibatllistas, mantiene singular vigencia el duro cuestionamiento formulado en 1964 por Carlos Real de Azúa, en el último capítulo de El impulso y su freno, cuando nos identificó como “una sociedad a la que se estancó en una suerte de radicalismo verbal básicamente conservador y a la que se limó de toda energía revolucionaria incómoda, trabajosa, dura al fin, haciéndole creer que con algunas elecciones ganadas, algún impuesto más, algunas medidas legislativas, los privilegios de los grupos superiores caerían al suelo como hojas secas y el feliz imperio de la igualdad sería alcanzado”. Cualquier parecido con la realidad actual no es pura coincidencia.