En sus Notas sobre Maquiavelo el pensador italiano Antonio Gramsci planteó uno de sus conceptos más interesantes: el transformismo, un fenómeno por el cual las clases dominantes incorporaron a sus filas a los intelectuales de las clases subalternas. Gramsci acuñó el término pensando en el risorgimento italiano (proceso que se enmarca en las luchas políticas por alcanzar la unificación italiana en el siglo XIX) y planteó que era el camino por el cual los sectores políticos moderados o conservadores ensancharon su base social al absorber gradualmente a los grupos de oposición, que a la postre se plegaron a la ideología política dominante y marginaron a los sectores subalternos.

Es imposible no pensar en Gramsci y en el Uruguay actual al leer la cerrada defensa que algunos legisladores frenteamplistas realizaron del ideario batllista en rechazo a las palabras del senador Pedro Bordaberry quien dijo, en la presentación de un libro, que no se puede ser colorado sin ser batllista (http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/8/en-cierta-medida/). Los legisladores oficialistas entrevistados en la nota de la diaria sostienen, con matices, que sólo los frenteamplistas mantienen el ideario batllista (http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/9/sumale-el-azul-y-el-blanco/). Varios politólogos e historiadores han analizado el rol de los sectores más progresistas desgajados de los partidos tradicionales en la fundación del Frente Amplio, en 1971. Sin embargo, lo que llama la atención es que 40 años más tarde y con la izquierda en el gobierno, algunos legisladores sólo tengan para defender los mismos postulados que se habrían imbricado con las llamadas ideas de izquierda en el período fundacional del Frente Amplio. Por no hablar de la afirmación del senador Carlos Baráibar según la cual si Batlle viviera sería frenteamplista. Si Aparicio viviera, ¿se habría ido al Espacio 609 con su bisnieto?

Es cierto, como señala Enrique Rubio en la nota, que el Frente Amplio heredó del batllismo la sensibilidad social, el rol regulador del Estado o la defensa de las empresas públicas, pero el batllismo, y sobre todo el neobatllismo iniciado en la década de 1940, implicaron una forma de hacer política de tipo clientelar, que apuntó a un tipo de participación ciudadana meramente electoral y legó un imaginario colectivo de un país de cercanías e hiperintegrado que la crisis política y económica que comenzó a vivir Uruguay a mediados de la década de 1950 tiró por tierra. Ello no implica desconocer que el batllismo estaba atravesado por una serie de contradicciones internas que muchas veces limitaron su accionar (como lo demostraron, entre otros, Carlos Real de Azúa, José Pedro Barrán, Benjamín Nahum, Carlos Zubillaga, Raúl Jacob, Gerardo Caetano y José Rilla). Tampoco se trata de negar la dimensión del primer batllismo, pero sería bueno cuestionar qué heredó Uruguay de ese fenómeno político antes que pelear por ver dónde hay más batllistas.

La izquierda uruguaya, desde el rompimiento de Emilio Frugoni con el batllismo, mostró su oposición a los partidos políticos tradicionales (“política criolla” la llamaba) y a la idea de Estado que defendían. Quienes en la década de 1960 optaron por la lucha armada como una alternativa política lo hicieron, entre otras cosas, disconformes con la “democracia burguesa” que surgió con el batllismo. La izquierda de las décadas de 1960 y 1970 tomó elementos del batllismo, pero también fue tributaria de un amplio abanico que va desde la Revolución cubana, pasando por Quijano, Guevara, Sartre, Lenin y hasta Mao. La izquierda actual que disputa la figura de Batlle con el Partido Colorado es la que, en su mayoría, frunce el ceño cuando se habla de Cuba o Venezuela, que da a largas con algunas leyes fundamentales o aplaude a François Hollande porque quiere sacar a Francia de la crisis económica al tiempo que justifica la intervención en Libia o Siria. La misma izquierda que se encarama para defender a Víctor Hugo Morales mientras condena y condenó al ostracismo a algunas de sus figuras (como Víctor Licandro o Guillermo Chifflet) o les roba argumentos a determinados medios de prensa no precisamente “progresistas”, como si en sus páginas escribieran Jacques Rancière o Alain Badiou.

La reivindicación de los postulados del Uruguay batllista que forman parte del imaginario colectivo implican la idea de una democracia social plena, de un país solidario, de cercanías, de un Estado que resuelve problemáticas concretas en el corto plazo. Esta visión servirá a cualquier partido que intente ensanchar su caudal electoral, pero limitarse a ella también lo condenará a adosarse a un reformismo extremadamente limitado, manifestación de su imposibilidad (o de su falta de voluntad) por cuestionar el orden institucional vigente que hunde sus raíces en el siglo pasado.