En la edición de ayer Alejandro Pareja (http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/9/el-miedo-a-la-tecnologia/ ) increpa algunos aspectos de mi columna de opinión escrita en defensa de las humanidades. Según su visión, en mi argumento campea un “romanticismo decimonónico” y una reacción ante cualquier avance tecnológico. Nada más alejado de la intención inicial de la columna, que sólo buscaba poner en debate esta contraposición falsa entre lo humanístico y lo técnico, entre el trabajo manual y el intelectual. De todos modos, repetiré argumentos.

Mi columna no era un reclamo corporativo y mucho menos un desprecio hacia los ingenieros, tecnólogos u obreros especializados, sino un llamado de atención: que lo técnico y lo humanístico van de la mano y que, no tengo duda, eso colabora en que las personas sean más reflexivas, en el sentido de que contarán con más argumentos para enfrentar la realidad y para desempeñar su trabajo, sea un genetista, un mecánico tornero o un especialista en filosofía medieval. Es en ese sentido que las humanidades son fundamentales en la vida democrática y en el desarrollo de cualquier política de innovación. Por supuesto que también son importantes para rebatir argumentos neonardonistas (o incluso más antiguos) respecto del medio rural sacrificado ante una capital (sede universitaria) indolente e indiferente a los verdaderos problemas del país, que abusa de las rentas y deja que los enfants terribles se dediquen a filosofar.

No se trata de victimizar, sino de romper con cierto sentido común, que campea la respuesta de Pareja, de que las humanidades están plagadas de diletantes, de “nenes bien” que piensan o se granjean un empleo público y se dedican a la filosofía. Como si no hubiera una tradición entre los “humanistas” de participar en actividades barriales, sindicales, con los sectores más desvalidos de nuestra sociedad. Como si los historiadores e historiadoras que trabajaron en los informes sobre detenidos desaparecidos no hubieran hecho una contribución fundamental a la vida democrática de este país. Como si esa misma tradición no estuviera también entre los profesionales con formación “técnica” o “tecnológica” de nuestro país, en la que se educaron hombres como José Luis Massera, Roberto Caldeyro Barcia y Mario Wschebor.

Ése era el argumento central de mi columna. Lamento que Pareja no lo vea; pero algo entiende cuando sostiene que las humanidades no salvarán el mundo. No hay duda, ya lo dije con anterioridad, no se trata de que tengan el monopolio del pensamiento reflexivo, se trata de que puedan aportar elementos para la crítica, que colaboren en la vida cultural del país. Con ese ánimo escribí la columna, no con la intención de despreciar a la educación técnica o hacer una defensa corporativa, como sí lo hace Pareja, escudado en la necesidad de “saberes aplicados”. Simplemente buscaba plantear la complementariedad de una educación y otra. Al mismo tiempo, defender la convicción de que la cultura técnica no tiene que estar exclusivamente asociada a aspectos prácticos, a una formación mercantil tal como defiende Pareja (posición que se exacerba al vincular el desarrollo democrático sólo con el desarrollo económico y tecnológico).

Tampoco es productivo discutir la política de ciencia y tecnología del Uruguay actual escudándose en ataques de Platón o Unamuno a la “técnica”. Puede que Unamuno lo haya hecho, puede que no. Realmente no lo sé. Pero sí conozco su férrea defensa de la intelectualidad en general, de técnicos y humanistas, cuando, rodeado por nacionalistas, el 12 de octubre de 1936 respondió a los gritos del general José Millán Astray de “viva la muerte”, “abajo la inteligencia”, defendiendo la ciencia y la democracia con una frase inmortal: “Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: la razón y derecho en la lucha”. Y sí, las humanidades ayudan a discernir, reflexionar y persuadir. Eso es colaborar en el desarrollo científico, pero también es político porque implica aportar para vivir en un país más democrático. Es probable que lo tuvieran presente quienes condenaron a Unamuno a una prisión domiciliaria, en la que murió dos meses después del citado discurso. Preludio de una guerra sangrienta que se desató no precisamente por obra de los “Unamunos”, tal como sostiene Pareja.