El cannabis (como el resto de las “drogas”) era legal, hasta que alguien hizo el experimento de prohibirlo, con los resultados conocidos: mafias, asesinatos, corrupción, venta de productos adulterados, represión. Sin embargo, otros experimentos han salido más o menos bien: el voto universal, la vacunación masiva, la separación de poderes. En su momento fueron algo nuevo, y con el tiempo se vio que eran mejoras. El mismísimo dios judeocristiano, según se cuenta en el Génesis, primero creaba algo y recién después veía “que era bueno”. Tildar a una medida de gobierno de “experimento” no tiene carga. Y si tiene alguna, es positiva, ya que si no fuera por esos experimentos viviríamos en las cavernas, sometidos a la ley del más fuerte. Hoy tal vez sigamos bajo la misma ley, pero al menos no somos cavernícolas. Sin ir tan lejos, un país que jamás experimenta está condenado a ser un país de cuarta, que copia todo lo de afuera y que no se tiene en consideración como país que aporte algo a la humanidad.

Los cucumelos (unos hongos que crecen en el campo) y los floripones (esas flores grandotas con forma de campana que hay en muchísimos jardines montevideanos) tienen un efecto psicoactivo mayor que el de la marihuana. ¿Vemos por todos lados a hordas de jóvenes de mirada perdida asaltando jardines u organizando excursiones campestres? Bien, probemos con prohibirlos y veremos qué pasa.

Los que dicen que se está “experimentando con nuestros jóvenes” caen en un triste terrorismo verbal, ya que al usar ese término están invocando su asociación -literatura y cine mediante- con cosas nefastas: inescrupulosos científicos locos y estados totalitarios que controlan la mente de la población mediante máquinas infernales. Perfectamente, y con mucha más verdad de por medio, se podría argumentar, recurriendo a la misma imagen de “nuestros jóvenes”, que la despenalización es una medida para cuidar su salud. Imaginen que el alcohol estuviera prohibido y que usted y sus hijos no tuvieran forma de saber cuánto metanol y cuánto etanol tienen las bebidas, debido justamente a su condición de ilegales. El metanol es un alcohol más o menos ausente de las bebidas legales, por ser infinitamente más nocivo que el etanol, que es el que predomina. De cualquier forma, esporádicamente aparece alguien intoxicado con metanol. Evidentemente, la situación actual es mucho más saludable, y cualquier padre razonable clamaría por la despenalización de las bebidas alcohólicas y el consiguiente control de su calidad.

También se ha dicho que argumentar que se perdió la guerra contra el narcotráfico equivale a legalizar la rapiña porque se perdió la guerra contra los rapiñeros. Otra falacia. El narcotraficante hace plata, justamente, porque está prohibido vender lo que vende; si se “legaliza” la rapiña (sea lo que sea que esto signifique), el rapiñero seguirá con su negocio. Legalizar las sustancias prohibidas equivale (siguiendo con la metáfora bélica) a dejar al enemigo sin suministros; algo más eficaz que enfrentarlo militarmente. En las rapiñas, el equivalente extremo sería eliminar la propiedad privada, aunque hay soluciones menos conflictivas (como la sustitución paulatina del dinero por tarjetas de crédito y débito) que se aplican sin necesidad de hacer temblar las raíces de los árboles.

Se dice también que se estimula el consumo. Eso es muy fácil de decir y difícil de demostrar (situación ideal para ciertos discursos efectistas); es posible que en los primeros meses haya algún aumento debido a la novelería y a que los consumidores no habituales van a querer probar marihuana de verdad. Pero incluso eso es difícilmente medible, ya que las encuestas sobre hábitos prohibidos dan resultados falsos, debido al lógico temor de responder con la verdad. Lo que sí se sabe es que en el Uruguay predespenalización era (es) muy sencillo conseguir marihuana. El que quiere, fuma. La prohibición no inhibe el comercio; a lo sumo lo esconde un poco. En casos como éste (y a las pruebas me remito), escribir en un papel que lo que hacen 100.000 personas está prohibido, no cambia en nada el hecho en sí, ni dejan de existir sus consecuencias. En cambio, aparecen otros efectos bastante más terribles (repito: corrupción, violencia, etcétera), y unos cuántos vivos disfrazados de moralistas que se benefician de un modo escandaloso. También hay moralistas convencidos, claro.

Que las drogas más truchas (pasta base, cocaína cortada y marihuana prensada de dudosa calidad) circulen principalmente entre la gente de recursos medios o bajos, quedando las mejores variantes reservadas a aquellos que pueden pagarlas, tal vez haga que algunas personas no sientan ese peligro como algo cercano. Es un efecto psicológico inevitable, al que todos estamos sujetos: de un modo casi reflejo, nos altera mucho más ver a un hijo darse un porrazo que enterarnos de que se hundió otro barco lleno de emigrantes en el Mediterráneo. Pero esas cuestiones instintivas no deberían influir a la hora de formar opinión o legislar.

Por último, se critica que se vote algo en contra de la opinión de la mayoría de la población. Bueno, así es la democracia representativa. Al elegir delegados, sabemos que en caso de discrepancia deberemos elegir entre ejercer la democracia directa o esperar a la siguiente elección nacional para corregir la situación. Es la organización que nos dimos, y me extraña que los defensores de las leyes se quejen de que se actúe en consecuencia. Está en los partidarios de la ley realizar campañas informativas. Y, muy especialmente, está en los consumidores demostrar que la imagen que algunos tienen de ellos es falsa, y no marcar bobera. Que personas saludables, exitosas y respetadas admitieran que cada tanto se fuman un canuto (y no que probaron “una vez, hace mucho”), sería un argumento interesante.