Hace poco más de siete años, más precisamente el 15 de enero de 2006, tres organizaciones de Bella Unión ocupaban 32 hectáreas improductivas del Instituto Nacional de Colonización (INC). La medida de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA), el Sindicato de Obreros de Calnu (Soca) y la Asociación de Pequeños Agricultores y Asalariados Rurales de Bella Unión (APAARBU) levantó polvareda. No sólo porque fue la “primera” ocupación de tierras en nuestro país, sino porque fue nueve meses después de asumido el primer gobierno progresista y semanas antes del lanzamiento del proyecto ALUR (Alcoholes del Uruguay SA), “buque insignia” del FA en dicha localidad.

El entonces ministro de Ganadería, José Mujica, le reclamó a los trabajadores “no pongan palos en la rueda”. Más allá del necesario debate sobre la legalidad o ilegalidad de estas medidas, es interesante analizar aquella ocupación a la luz de sus “resultados concretos” y contrastarla con el contexto de tenencia y distribución de la tierra que terminó de evidenciar el Censo General Agropecuario de 2011 (ver nota Secreto a voces).

La ocupación provocó que el Estado estableciera espacios de negociación para atender las demandas de los trabajadores donde se concretaron varias conquistas. En 2006, la recién creada ALUR arrendó un campo de 400 hectáreas para luego sub arrendarlas en fracciones de 10 hectáreas a 39 trabajadores de las organizaciones ocupantes. Durante 2007, el INC acordó con las organizaciones ceder las 32 hectáreas ocupadas a una cooperativa de trabajadores, donde además se instaló un Centro de Formación Popular con apoyo de la Universidad de la República, y se conformó una Comisión de Políticas de Tierras.

En el marco de esta comisión, integrantes de la UTAA accedieron a una fracción de 170 hectáreas, y luego negociaron durante casi dos años el ingreso a 2.000 hectáreas que el INC compró para satisfacer la demanda de los trabajadores. Estas 2.000 hectáreas se convirtieron en 2010 en la Colonia Raúl Sendic Antonaccio, a la que accedieron más de 50 trabajadores que durante las últimas tres zafras de caña obtuvieron los mejores índices productivos de la zona. Más cerca en el tiempo, luego de que la UTAA presentara al INC un proyecto productivo para 100 familias y resolviera volver a ocupar tierras en enero de 2012, el Instituto compró 2.900 hectáreas para atender su reclamo.

Más allá de las inevitables dificultades para los nuevos colonos y de la fuerte dependencia con la industria, la movilización de los trabajadores de Bella Unión resultó una vía efectiva para el acceso a la tierra y para intentar superar condiciones de vida signadas por la pobreza, la zafralidad (el corte de caña dura como máximo cinco meses), el trabajo precario y mal remunerado.

Un segundo aspecto destacable es la aparición de la ocupación de tierras como medida de lucha. Más allá de que esta modalidad quedó prácticamente restringida a esta zona del país (salvo un caso en Kiyú en 2008), los trabajadores de Bella Unión protagonizaron otras cuatro ocupaciones de tierras generando reacciones contradictorias por parte del Estado.

Por un lado, respondió con entrega de tierras en los casos antes reseñados, lo que podría oficiar como una suerte de “legitimación” de las ocupaciones, pero por otro lado aprobó en abril de 2007 la Ley 18.116, que modificó el Código Penal facilitando los procesos penales por usurpaciones de fincas y predios, cuestionando penalmente la medida de ocupación.

Esta aparente contradicción también refleja el modelo de desarrollo rural al que apuesta el FA. Mientras genera las condiciones y las garantías para que el capital transnacional motorice la economía vía inversión extranjera directa, implementa políticas compensatorias para la producción familiar y los asalariados rurales que intentan suavizar las aristas más excluyentes del modelo. El accionar del INC y la situación de la tenencia y distribución de la tierra en Uruguay son evidentes al respecto. Durante los primeros seis años de gobierno (2005-2010), el INC adquirió 45.000 hectáreas, mientras que las operaciones de compraventa y de arrendamiento de tierras promovidas por las políticas gubernamentales ascendieron a 3,72 millones de hectáreas y 4,85 millones de hectáreas respectivamente. Más claro: por cada hectárea colonizada se vendieron 83 hectáreas y se arrendaron 108.

Por eso, y más allá de saludar que el INC entregó tierras después de 30 años, el escenario sigue siendo adverso para los más de 10.000 aspirantes a tierra, ya sean asalariados rurales que aspiran ganar niveles de autonomía y dignidad o productores familiares que quieren asegurarse la tenencia de la tierra y mejorar su escala, fundamental, entre otras cosas, para heredar el campo a sus hijos.

Quienes pensamos que los intereses de las mayorías pasan por ganar soberanía e igualdad a caballo de la movilización popular, la trayectoria trazada por los trabajadores de Bella Unión muestra un camino posible. Si el problema para “profundizar los cambios”, según el senador frenteamplista Ernesto Agazzi, es la falta de correlación de fuerzas y la ausencia de propuestas concretas, más que aislar políticamente la crítica al modelo de desarrollo rural, acusar a los trabajadores de “poner palos en la rueda” y criminalizar sus formas de protesta, habría que sostener y legitimar sus iniciativas, haciendo de la crítica una oportunidad para incrementar las adhesiones a un proyecto transformador. Esto si lo que se quiere es, efectivamente, torcer la realidad a favor de los más desposeídos. ¿O acaso hay otra forma de incrementar la correlación de fuerzas para avanzar en la democratización y apropiación de la riqueza nacional que no sea un incremento sostenido de la participación popular que desborde la institucionalidad vigente?