El artículo 40 de la Constitución vigente establece que “la familia es la base de nuestra sociedad” y que “el Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos”. De tanto repetirse, la frase se ha vuelto una especie de axioma indiscutible para quienes eludan ser calificados de degenerados, disolventes, transgresores y controvertidos profesionales.

La Constitución se refiere, obvio, a la familia monogámica y heterosexual. Sucesivas reformas legales prevén las familias extendidas, ampliadas, etcétera, etcétera, pero sin admitir mucho relajo. La poligamia legal es admitida sólo en un puñado de países musulmanes (la clandestina, entre los mormones más conservadores en Estados Unidos, por ejemplo). Es posible que Uruguay sea desde la tarde de hoy, 10 de abril de 2013, el duodécimo país que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo. Si la familia es la base de la sociedad, el matrimonio es la base legal de la familia constituida.

Las disquisiciones sobre la crianza de los hijos y la naturaleza de los órganos (fisiológicos) llegaron a tal grado de ridículo que, al final, el debate parlamentario se concentró en las palabras. El senador blanco Luis Alberto Lacalle rezongó la semana pasada que el matrimonio igualitario no debía llamarse “matrimonio”, el cual debe ser (según él) entre un hombre y una mujer. Entre dos hombres sería “patrimonio”, y entre dos mujeres “mástrimonio”, vaya uno a saber.

Pero ¿son tan indiscutibles las virtudes del matrimonio y la familia? Para nada. Según el filósofo alemán Federico Engels, la monogamia “se funda en el poder del hombre” y “nació de la concentración de grandes riquezas en las mismas manos, las de un hombre, y del deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre”. Para el polifacético médico y psicoanalista Wilhelm Reich, la “familia patriarcal” sirve para perpetuar “la represión sexual” y como “semillero de individuos amedrentados ante la vida y temerosos de la autoridad”, para que “un puñado de dirigentes imponga su voluntad a las masas”. El resumen del escritor estadounidense Charles Bukowski es aún más descarnado: el matrimonio, para él, es “un COGER santificado y un COGER santificado siempre significa, al final, ABURRIMIENTO; llega a ser un TRABAJO”.

La mayoría de los homosexuales, lesbianas, trans y miembros de minorías sexuales en general han sido objeto de opresión a lo largo de las eras. Con excepciones: integrantes de familias poderosas y artistas, por ejemplo, que ocultan o no su orientación. ¿Por qué estos colectivos oprimidos aspiran al reconocimiento por parte de instituciones que han servido para oprimirlos? ¿Por qué reivindican el derecho a ingresar en el ejército, por ejemplo, o a formar una familia?

Porque son seres humanos y deben gozar de todos los derechos que les corresponden como tales. Hace no muchos años, surgió desde la sociedad civil internacional una consigna que en su momento pareció novedosa, pero hoy es de Perogrullo: todos los derechos para todos. Eso incluye el derecho a vivir en pareja, y el derecho y la responsabilidad de criar a tus hijos dentro del modelo de familia que te inventes. El derecho, glorioso y pelotudo a la vez, a que te arrojen arroz a la salida del Registro. El amargo derecho a divorciarte.

Tal vez el matrimonio al que se ha dado en llamar “igualitario” sea el comienzo de algo nuevo, de una forma de pensar que relativice y hasta desactive las críticas de un Engels, un Reich o un Bukowski. Que esto abra paso a nuevas miradas, a nuevas formas de sentir y de hacer. Que sean mejores. Que así sea.