El sábado se celebraron en Argentina los 203 años de la Revolución de Mayo y los diez años de gobierno kirchnerista. Hubo multitudes, bombos, cadena nacional, apelaciones a la patria y borroneo de las fronteras entre lo nacional y lo partidario. En su máxima fecha patria, Argentina dio a los uruguayos la oportunidad de ver, mediante TN y Crónica, todo aquello que supuestamente separa a Argentina de Uruguay. Muchos uruguayos, mientras veían imágenes de los festejos, seguramente se rieron de los cánticos, se quejaron de la demagogia y, como suelen hacer, hablaron de lo difícil que resulta entender el kirchnerismo, el peronismo y la política argentina. Es que el peronismo es pensado por los uruguayos como un fenómeno radicalmente extranjero, cuya complejidad y contradicción es imposible de entender desde nuestra cultura.

A pesar de que en Uruguay tuvimos en Liber Seregni un general aliado de los sindicatos, en Luis Alberto de Herrera un antiimperialista popular con una postura abstencionista en la Segunda Guerra Mundial, en José Batlle y Ordóñez un político que rehízo el país a su imagen y semejanza por medio de un movimiento que llevaba su nombre, y en Jorge Batlle un político capaz de girar en pocos años 180 grados la orientación política de ese movimiento, los uruguayos insistimos en pensar estos eventos como exóticos e incomprensibles cuando suceden (de manera distinta, pero no tanto como lo imaginamos) en Argentina.

En el fondo, no se trata de incomprensión sino de un intento de diferenciación. Esta diferenciación opone a Argentina un Uruguay tranquilo, serio, respetuoso y tolerante. Supuestamente, mientras en Uruguay la política es racional y legal, en Argentina es carismática, y la única explicación que los uruguayos podemos darle a lo que hacen ellos es que son un pueblo irracional, emocional y manipulable.

De hecho, el nacionalismo uruguayo consiste, en gran parte, en creer que los uruguayos no somos nacionalistas. El excepcionalismo uruguayo ve a Uruguay como una isla europea en medio de una América Latina a la que no pertenece (o tiene miedo de pertenecer, y por ello llama “latinoamericanización” al aumento de la violencia y la degradación de la convivencia) y que no comprende.

Es imposible eludir las resonancias racistas de esto, como es imposible eludir la ironía de que el nacionalismo uruguayo no sepa que es nacionalismo. Irónicamente también, los uruguayos, que supuestamente somos tan civilizados y sofisticados, resultamos más ingenuamente nacionalistas que los argentinos, que por lo menos son conscientes de su condición.

Nuestro nacionalismo es liberal, y en lugar de construir discursos románticos y comunitaristas, ensalza valores como la institucionalización, la tolerancia, la claridad de las reglas de juego y la racionalidad, valores presentados como universales y obvios al mismo tiempo que como característicos del país. Naturalmente, ser tolerante o respetuoso de las instituciones no implica ser nacionalista, pero cuando estos valores son desplegados como manera de definir lo uruguayo en oposición a lo argentino y lo latinoamericano, se ensamblan con un tipo particular de construcción ideológica del Uruguay.

La función política de la obviedad de los valores liberales y de su identificación con lo uruguayo hace que debamos sospechar cuando son reivindicados. Especialmente, se debe sospechar cuando economistas y politólogos uruguayos hablan de Argentina, a menudo denunciando su supuesto desorden y emocionalidad, y prediciendo calamidades para el país vecino mediante juicios científicos que, casualmente, coinciden con los prejuicios nacionalistas orientales.

Un ejemplo es la clasificación de las izquierdas sudamericanas del politólogo Jorge Lanzaro entre populismos y “socialdemocracias criollas”. La palabra “criollo” seguramente se eligió como vago sinónimo de “nativo del continente americano”, pero conviene interpretarla casi como un acto fallido. Es que “criollo” tiene una connotación y una historia raciales, refiriéndose en el sistema de castas de la colonia española a los descendientes de peninsulares nacidos en las colonias.

De esta manera, y esto también se ve en la ciencia económica, el discurso científico refuerza el sentido común de que mientras los criollos (es decir, los blancos, nosotros) construimos política institucionalizada, democrática y racional-legal, países como Argentina, Venezuela y Bolivia se hunden en el populismo y la demagogia.

El nacionalismo que no sabe que es nacionalismo es recubierto con un manto de cientificidad y neutralidad política por una ideología (liberal) que no sabe que es ideología, ya que se piensa como obviedad moral y científica. Para colmo, este nacionalismo, tan parroquial y autoindulgente como los demás, se ubica a sí mismo en un nivel de superioridad moral e intelectual únicamente por no poder ver su propia naturaleza, imaginándose la incapacidad de los uruguayos para pensar su nacionalismo y su condición de latinoamericanos como una virtud.