“La emigración de los uruguayos implicó un impacto demográfico. Se ha estimado un saldo neto negativo de 310.000 personas entre 1963 y 1985, equivalente a 12% de la población media del período; se estima que la emigración abarcó a 20% de la población activa. Las tasas netas de emigración alcanzaron niveles máximos entre 1972 y 1976, evidenciando la incidencia del agravamiento de la crisis política y del advenimiento de la dictadura militar en 1973”. Los datos y su análisis los aportó la demógrafa Adela Pellegrino en la investigación Migración de mano de obra calificada desde Argentina y Uruguay, realizada en el marco del Programa de Migraciones Internacionales de la Oficina Internacional del Trabajo.

Los resultados del Censo 2011 confirmaron que los cambios demográficos que se acentuaron con la dictadura ponen en riesgo el recambio generacional y refuerzan la idea de que Uruguay es un país de viejos, producto de la baja de la tasa de natalidad, la migración y una mayor expectativa de vida, factores que de no revertirse determinarán que de aquí a 2050 la población se reduzca, poniendo en problemas las ecuaciones productivas, económicas y sociales.

El riesgo de que el recambio generacional no alcance para garantizar el desarrollo del país tiene su correlato en cada uno de los distintos ámbitos que componen el entramado social y marcan su rumbo. Se cuentan con los dedos de las manos las personas que con 40 años ocupan cargos de poder, tanto en el gobierno central como en las intendencias, el Parlamento, los sindicatos y la universidad. Esos lugares están acaparados por quienes tienen entre 55 y 75 años, es decir, los que eran inimputables en momento del golpe de Estado, o se acercaban a las cuatro décadas de vida y ya eran protagonistas del debate político social que se vivía por entonces. Las consecuencias y razones de esta falta de participación social de los nacidos o crecidos durante el régimen dictatorial se buscan y analizan en distintas actividades que se desarrollan durante esta semana.

Eslabón presente

El martes, en la Intendencia de Montevideo y en el marco de las actividades de la Universidad de la República y otras organizaciones, como el PIT-CNT y Familiares de Detenidos Desaparecidos, por los 40 años del golpe de Estado, tuvo lugar una mesa que debatió acerca de “Nacer y crecer en dictadura”.

  1. Gabriela Fernández nace en el Hospital Militar. Vivió dos años con su mamá en la prisión. 1974. Adolfo Wassen tiene cinco años. Sus abuelos fueron los padres, mientras los suyos estaban presos, y sus tíos, los hermanos con los que jugaba a ser militares que pedían cédulas. Había otros familiares un poco más reacios a aceptar la militancia, sólo al principio. “Se politizaron a la fuerza”, dice Adolfo. “Los niños también se politizaron a la fuerza. Sabíamos que la realidad tiene realidades y que no todo lo que está en la televisión es verdad”, acota Gabriela.

Porque en la escuela, cuando no les quedaba otra que “confesar” quiénes eran sus padres, tenían que repetir el discurso aprendido: “No son malos, querían darles de comer a todos los niños”. “Por dentro pensaba: ‘todos los niños del país, ¿y yo?’. Desolación es una palabra muy fuerte, diría que sentí mucha soledad”, añade Gabriela. En palabras de Adolfo, era el miedo constante a que los compañeros supieran que eran hijos “de los malos de la televisión”.

Paula Bader es tucumana pero está radicada en Uruguay. Su mamá fue presa política; ahora, desde su profesión de abogada, auspicia en Argentina causas vinculadas al pasado reciente. Por todo eso y porque nació y se crió en dictadura, Paula sabe lo importante que son estos procesos más allá de lo jurídico. También porque pasó por un proceso personal. “Vivía dos o tres realidades paralelas. Fue una verdad reveladora”.

Su trinchera es el arte. Acompañada de música, Paula leyó parte de una obra en construcción: Laberinto. Aparecían una tras otra, atropelladamente, imágenes de los exilios, de su hermana haciéndose pis todas las noches, de su refugio dentro del ropero, de los olores, del nacimiento de su hijo. El retorno de los adultos a Uruguay luego de exilios prolongados era un exilio para los niños que echaron raíces en otros países, explica el psicólogo Facundo Ferrando.

Paula no es la única que advirtió sus vivencias en “realidades paralelas”. “Había que construir otro mundo para poder sobrevivir en el que sus padres eran demonizados”, expresa Adolfo. “En casa era una, afuera era otra, en la escuela era otra y cuando iba de visita a la cárcel era otra. Eran estrategias para poder funcionar, no quedar afuera, ser lo más normal posible”, repasa Gabriela. En casa, los padres eran héroes; afuera, sediciosos. Esa polarización, ese desencuentro entre ambos polos surge, explica Ferrando, paradójicamente, cuando por fin se produce el encuentro: ¿qué padres vuelven a casa?

Ahora son cuarentones. Se autodenominan la “segunda generación” que sufrió directamente el terrorismo de Estado, aunque enseguida lo relativizan, porque el autoritarismo afectó a la sociedad en su conjunto. Se sienten parte de un colectivo. Por distintas circunstancias se fueron nucleando en los últimos años. Memoria en Libertad fue uno de los grupos. “Había una invisibilización de la propia historia. Necesitábamos nuestros relatos en un contexto y una memoria social en común. Fue difícil poder hablar sin sentir que convivimos con todo eso por más de 30 años sin interlocutores”, cuenta Pedro Stela.

Gabriela se acercó a raíz de que otras madres también dieron a luz en cautiverio. “Fue rescatar tu propia historia a partir del relato de los demás. A veces me acordaba de ellos [los otros nacidos en prisión], pero abrí una etapa de cosas que estaban apretadas y guardadas”. Y que les dejaron marcas en la adultez.

“Nos restaron espontaneidad. Dejaron la sensación de alerta constante, la espera de que algo va a cambiar de un día para el otro. Todo es provisorio. Todo esto va quedando y se convierte en un hábito. Nos cuesta ver que hay cosas que tienen seguridad”. Ferrando explica que la falta de concreción de proyectos personales o profesionales es característica entre la “segunda generación”, a la que define como un “eslabón de transmisión del horror” no sólo mediante sus relatos, sino también en la forma de vincularse con los demás.

Mientras algunos reinterpretan su camino, muchos de los que nacieron en los 70 comienzan a cuestionarlo y a dudar de él, de sus padres, de su identidad. Se instala la incertidumbre sobre el origen y otra más: ¿seré hijo de desaparecidos? Beatriz Scarone, coordinadora del Departamento de Adopciones del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, y Eduardo Pirotto, de la Secretaría de Derechos Humanos de Presidencia, reciben cuarentones con estas piedras en el zapato.

Al silencio mitológico de “no le cuento que es adoptado porque va a sufrir” se le suma el silencio cómplice del terrorismo de Estado. En la mayoría de los casos se trata de adopciones legales o ilegales no relacionadas a la represión. Pero la hipótesis de que en Uruguay viven hijos de argentinos desparecidos existe, y se trabaja sobre ella. Hijos de la segunda generación escucharon todas estas cosas. ¿Qué se llevan? “Me quedo con lo de ocultar, con tenerle miedo a que se den cuenta o a que te digan ‘ah, sos hijo de un asesino’”, dice a la diaria Joaquín, de 13 años. “A mí me parece que a la gente que vivió todo eso le pasaban cosas muy importantes. Se quedaban con temores y miedos para siempre, y gente que no vivió esas cosas puede interpretarlas como demasiado fuertes. Era gente que intentaba ocultar lo que sentía y olvidar lo que era su verdadera historia”, responde Martina, de 11 años.

Memoria de lo inseguro

“Nosotros somos la sociedad que nadie mira. Somos de distintas culturas, como si fuéramos de una especie distinta”, dice uno de los testimonios recogidos en una investigación que realizó el antropólogo Marcelo Rossal. Según explicó en una de las mesas conmemorativas de los 40 años del golpe de Estado, existe una “coartada culturizante” desde el Estado para explicar conductas que se apartan de lo esperado, que también se traslada a los propios marginados.

Constantemente se habla de “otros códigos”, “otra cultura”, y al mismo tiempo se pasa de un Estado social a uno penal en el que estos individuos son permanentemente encarcelados. En esta línea, destacó que la marginación alimenta discursos conservadores que responsabilizan al excluido. Entonces, otra solución es la cárcel, y cuanto más tiempo mejor, por lo que cualquier medida que tienda a endurecer las penas es festejada.

El antropólogo señaló que ese “otro” es entendido como un objeto o un expediente, y que el propio movimiento popular no ha encontrado una forma de abordarlo. La forma de convivencia de la sociedad uruguaya hace que en todas las épocas se construya a un otro como enemigo. En ese sentido, comparó la imagen de joven subversivo enemigo impulsada por Pacheco Areco con la del joven delincuente de la actualidad. Rossal agregó que uno de los puntos de inflexión en el tema fue la reforma penal de 1995, en la que, con votos de todos los partidos, se atacó el problema que parte de la sociedad veía en los “delincuentes jóvenes primarios”, que “como no tenían antecedentes eran liberados”. El razonamiento parece indicar que quienes cumplen con esa definición son los causantes de los problemas sociales, y como tienen otra cultura son muy difíciles de recuperar, por lo que la solución es el encierro.

En una línea similar, el investigador Luis Eduardo Morás señaló la importancia de comprender los procesos históricos para entender el presente y recordó que el tema de los adolescentes en conflicto con la ley se plantea en el país al menos desde 1887. Sostuvo que la definición del problema no es independiente de la solución: “No es primero la pobreza y luego el sopor, sino que llamamos ‘pobre’ al que es merecedor del sopor”, ilustró. Morás se refirió también a la forma en que son presentados por los medios de comunicación, en general sin contexto, sin historia, y lo único que se cuenta son hechos hostiles que la persona comete, lo que lleva a que se trate de la misma forma a todos los que cometen delitos.

Además, se refirió a la llamada “falta de códigos” en los delincuentes, apuntando que sus prácticas cambian al igual que las del resto de la sociedad. “Ahora los papas renuncian, y nadie por eso dice que ya no tienen códigos”, ironizó. Al mismo tiempo, llamó la atención sobre la falta de una mirada social sobre el fenómeno: “La cuestión social desaparece, es un tema de responsabilidad, son los pibes que no pueden aprovechar el momento de auge económico en el país”. Vinculó esto con el proceso de fragmentación social creciente en el país, que lleva a que muchas personas únicamente conciban como propio su entorno más próximo.

Según el investigador, ahora las políticas se generan desde el dolor de las víctimas, pero al igual que en dictadura, parece haber tres categorías de víctimas de delitos: por un lado, los que viven o trabajan en un “barrio bien” y sufren algún delito contra la propiedad; en una segunda categoría, la violencia doméstica; y por debajo, los que sufren violencia por parte del Estado, que en general se ven como un entorpecimiento al sistema.

En ley

El jurista Óscar Sarlo se refirió a la libertad, que paradójicamente se da cuando los individuos cumplen con un conjunto de normas sociales. En esa línea, señaló que en el mundo cada vez más se trabaja en torno al concepto de libertad ligado a la impunidad, y se la ve como una forma de causar daño sin que haya represalias. Acerca de los uruguayos, opinó que tienen muy idealizado el concepto de impunidad, y que mucha gente aspira a vivir de forma impune. Además entendió que el discurso sobre derechos humanos se introdujo en el país sin discusión, lo que ha llevado a que se dejara de lado el campo de las obligaciones que traen consigo. Sobre este tema, ejemplificó con la creciente utilización de plebiscitos para resolver temas puntuales y afirmó que eso daña a la democracia, porque los temas se alejan de la discusión y sólo quedan en el plano de la decisión. En otras palabras, se decide pero no se discute.

Sarlo concluyó que la dictadura profundizó el camino hacia el neoliberalismo debilitando a la política por medio de los partidos y del sistema de justicia. Consideró que el principal daño que generó el período de facto -y que ningún gobierno democrático resolvió- fue haber centralizado los juzgados en la Ciudad Vieja, alejándolos de los demás barrios. De esa forma, la autoridad sólo tiene presencia en el barrio por intermedio de comisarías y cuarteles, explicó.

Otro de los expositores fue la docente Mariana Viera, que habló de los delitos sexuales y de género cometidos durante la dictadura, que a menudo se observan como algo secundario pero que fueran una de las principales formas de imponer determinada moralidad, según dijo. Por su parte, Carlos Demasi cerró la actividad reflexionando acerca de que la búsqueda de soluciones va más allá de la reivindicación contra la dictadura, y que requieren la realización de una introspección sobre prácticas que están muy internalizadas.

Huellas presentes

¿Desde dónde pensar esta fecha: como hecho, como acontecimiento? ¿Cómo pensar el golpe de Estado? ¿Cómo volver a ese pasado terrible que sigue produciendo efectos, de modo que nuestra intervención produzca cosas nuevas? ¿Por qué el pasado dictatorial sigue produciendo efectos?

Ésos fueron algunos de los interrogantes planteados el martes en la actividad organizada por la Asociación Uruguaya de Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares (AUPCV) recordando los 40 años del comienzo de la dictadura, que desató una ola de terror que, en palabras del psicólogo Nelson Gottlieb, de la AUPCV, “fracturó la memoria”. El terrorismo fue un golpe fascista, dijo, y lo traumático y el dolor quedaron tan estancados que es “una marca que no es fácil de quitar”.

Para la psicóloga María Celia Robaina, integrante de la Cooperativa de Salud Mental y Derechos Humanos (Cosameddhh), el golpe de Estado se ajusta bien a la noción de catástrofe. Sostiene que se “animaría a llamarle catástrofe social, en el entendido de que hay un antes y un después, porque el terrorismo de Estado arrasó con la vida democrática”. Afectó a toda la sociedad ya que “el Estado abandonó su lugar como regulador de los intercambios y garante de la convivencia pacífica, y se transformó en una maquinaria de destrucción”.

Se trata de mirar para otro lado, porque es muy difícil remover la memoria, recordar la violencia y el horror, pero quienes fueron afectados necesitan que la sociedad diga que los hechos históricos fueron “inadmisibles” y “repudiables” y que no se pueden repetir. Es por eso que Cosameddhh trabaja con ex presos políticos y familiares de desaparecidos, porque experiencias “tan devastadoras” como la tortura “dejan efectos que pueden reactivarse en distintos momentos”, dijo Robaina. Sin embargo, reconoció que la gran mayoría de los presos y presas ha podido resolver “bastante bien” las huellas del horror. “Sin ir más lejos, tenemos a [José] Mujica como presidente”, ejemplificó. En muchos hubo “una riqueza enorme de la potencia creativa que les ha permitido sostenerse y fortalecerse”, destacó, particularmente en referencia al grupo vocal Octeto, de ex presos políticos que comenzaron cantando en 1973 en el Penal de Libertad y que en 2010 retomaron la actividad musical.

La especialista explicó que el torturador busca la aniquilación, la humillación, desarticular y desarmar al sujeto para que éste dé información y traicione a sus compañeros. Trata de romper todo su psiquismo, sus pertenencias, sus afectos y su ideología. Como consecuencia quedan, inevitablemente, las huellas en los torturados de no haber sido fieles a sus ideas.

Desde el punto de vista social, el principal daño que dejó el terrorismo de Estado fue la destrucción de las familias, a pesar de que, según Robaina, la sociedad uruguaya ha tenido gran desconocimiento de la tortura, “la maldad más grande de la que es capaz el ser humano”.

Si bien considera que ha crecido tímidamente el horror a la desaparición forzada, aún “no tenemos un repudio contundente a la tortura y no nos hacemos cargo de que esto caracterizó a nuestra sociedad”. En ese sentido, si bien hay traumas individuales en quienes la sufrieron, es necesario visibilizar lo que fue “el trauma colectivo”. Porque el gran problema, dice Robaina, es que como sociedad no supimos aplicar una ley que resolviera esas marcas. “Las cosas se han manejado por distintos lados”, indicó, en referencia a la existencia de cuatro grupos: los que protegen a los responsables, los que buscan justicia, los indiferentes y los que no saben por ser demasiado jóvenes.