Distancias, puentes rotos, diálogo de sordos, discusiones fuera del tarro, radicalización intolerante, tecnicismos intolerantes, lucha, gasto, presupuesto, resultados, crisis, “dictadura sindical”, planes del FMI y del Banco Mundial, Pisa, pesos… que los legisladores ganen menos, que con lo que ganan los docentes no está tan mal…

Entre tantas cuestiones, la enseñanza en nuestro país parece que no se debate bien.

La exigencia “resultadista” por parte de actores políticos y mediáticos para con la educación pública revela un importante desconocimiento de la praxis de enseñanza y sus desafíos, así como la ausencia de un proyecto transformador de cara al siglo XXI.

La bipolaridad “invertimos más” y por lo tanto debe haber mejores resultados (entendidos éstos como menor repetición, mayor retención, mejor desempeño en pruebas internacionales) pone al descubierto la falta de parámetros cualitativos desde donde exigir.

Los resultados presentados la semana pasada por el MEC parecen dar la razón a los docentes: más jóvenes estudian en sus edades correspondientes, se redujo la brecha social y mayor es la tasa de retención del sistema. Pero dar vuelta el argumento y sostener que como tenemos mejores “resultados” nos deben subir el salario sigue dejando fuera lo cualitativo a la hora de pensar la enseñanza.

Con esto no afirmo que el reclamo salarial no tenga razones más que evidentes, pero sí que estamos ante una oportunidad histórica para que la reivindicación se vuelva cualitativa y apunte a una verdadera transformación que supere la discusión maniquea que venimos observando.

Tan simplificador como el planteo “resultadista” propugnado desde cierto establishment, ha sido la contracara de acusar de fondomonetaristas a las autoridades por parte de algunos sectores del movimiento sindical. Y lo mismo puede decirse para la desorientada discusión en torno a la representación de los docentes en el Codicen, enarbolada por buena parte de la oposición (aunque también por el Ejecutivo cuando presentó como gran cambio el doble voto del presidente del organismo) ante el fantasma -también maniqueo- del “corporativismo”.

Pero la cuestión no pasa ni por organigramas, distribución de poderes ni números macro. Si bien son facetas relevantes del tema, lo central para el cambio educativo debería apuntar al rediseño de la formación docente y de la carrera funcional de cara a la profesionalización de la tarea.

Esto supondría la oportunidad de formar mejores y actualizados docentes con amplios márgenes de autonomía y dedicación, evitando la confusión entre la vocación y la “changa” a la que muchas veces la tarea es llevada por el propio sistema. Allí nos estaríamos metiendo en la enseñanza misma, generando herramientas de transformación duradera que superen las críticas y los reclamos puntuales.

A modo de ejemplo, ¿no sería ideal que los docentes sólo pudieran trabajar en un turno? Con una carga horaria extra para trabajos de corrección, planificación y formación continua. ¿No debería incluirse en la retribución profesional un incremento por la incorporación de nuevas tecnologías, estrategias vinculadas a las necesidades educativas especiales y títulos de posgraduación?

Se me podrá decir que los “números” no dan, que no hay suficientes maestros para todas las aulas. ¿Por qué no pensar entonces en un período transicional en donde se incorporen modificaciones profesionalizadoras a la vez que la carrera se vuelve más atractiva en lo económico y exigente en lo académico?

ANEP se hace trampas al solitario al permitir acumulaciones de hasta 60 horas por docente, con algunas materias de Secundaria en las que menos de 50% de los profesores son egresados. Se cubre así (y ni tanto) la masificación de la matrícula, pero se degrada el sistema a sí mismo, ya que el desarrollo de la práctica de enseñanza pierde profesionalismo en complicidad con la noción de dar clases como una “changa”. Todos sabemos que existen quienes se anotan para dar alguna materia deficitaria (es decir que no se cubre con el total de egresados) y poco a poco acumulan horas, trabajan como pueden (o quieren) y la van llevando.

Cambiando el eje y apostando a la profesionalización, estas situaciones se evitarían y los aumentos de inversión necesarios en vez de estar “atados” a resultados externos (y muchas veces fortuitos) estarían ligados a una mejora de la calidad del sistema. Y por supuesto que la idea no pasa por quitar a nadie el trabajo ni el sustento, sino por dar la oportunidad a todos (y este todos incluye a los estudiantes y sus familias) de tener docentes profesionales de primer nivel.

Con ello se podrán implementar planes de autogestión en los centros, innovaciones curriculares y pedagógicas. Porque sabemos que con un cuerpo docente cansado, en buena medida rutinizado y casi siempre criticado, poco más que resistencias se podrán obtener al momento de intentar nuevas propuestas que generen temor en chacras malconcebidas.

Es momento de empezar a pensar en la docencia como profesión de excelencia, y no como una manito que dan a la sociedad un grupo de vocacionales. Es hora también de que los reclamos docentes suban la apuesta y no queden meramente en el planteo salarial (por demás justo). A no ser que se quiera seguir jugando a un juego que hace más de una década no transforma la enseñanza y que creamos que hay que vivir en chacras para tener un país de primera.