La invención del correo electrónico fue milagrosa. Al género epistolar lo rescataron millones de personas que tal vez nunca antes habían depositado una carta con sobre, estampilla y matasellos en un buzón. Después, los chats desvelaron a cantidad de trasnochadores en lucha contra las rudimentarias conexiones telefónicas y las letras verdes sobre fondo negro. Diversos colectivos han formado desde entonces foros “privados” por e-mail cuyos debates, profundos o superficiales, a veces salen a la luz porque quedan registrados y listos para forwardear. Los blogs reanimaron el ensayo breve, la narrativa y la poesía e impulsaron el periodismo ciudadano, ése que se leía en boletines o fanzines. El streaming cambió el modo en que el público escucha música y radio o mira cine y televisión.

Redes sociales como Facebook y Twitter acumularon una cantidad de cuentas impredecible hace pocos años. Estos servicios satisfacen la necesidad de comunicarse, mostrarse, sentirse parte, curiosear en la vida ajena o agredir al prójimo, a veces al amparo del anonimato. ¿Cuánto tiempo dedicás a vincularte con desconocidos en el mundo virtual mientras la pantalla y las paredes de tu cuarto te aíslan de tus seres queridos en el mundo material? Cuidado: las turbonadas de internet pueden arrastrarte por cualquier lado. Y alguna vez vas a ver porno, lo quieras o no.

Resulta que internet facilitó mucho la producción y el acceso a piezas audiovisuales creadas sólo para la excitación sexual, o sea, pornografía. Una actividad tan difícil de describir en términos jurídicos que el periodista estadounidense Gay Talese engloba en ella “todo lo que le cause una erección al juez”. El abaratamiento de las cámaras y la distribución en línea fomentaron los clips caseros filmados por hombres y mujeres con independencia de las grandes empresas del ramo, así como su reproducción en solitario o en compañía sin el bochorno de pasar por el videoclub. Con buscar en la computadora, tablet o teléfono móvil alcanza. La industria de la masturbación dio así un salto mayor que los de las cabinas individuales en los años 70 y el reproductor de VHS en los 80. Cambiaron los gustos: el supuesto “amateurismo” y la “naturalidad” impostada están de moda. Pero la mayoría de esas producciones (o todas, según ciertas corrientes feministas, pues no hay unanimidad al respecto) muestran a los personajes femeninos al servicio de y sometidos a los masculinos. Lógico: la mayoría de los consumidores del género son hombres.

“Orgía, porfía, Ford y diversión”. Eso cantaban antes de entregarse a una descarga ritual y obligatoria de sexo estéril y sin afecto, condicionados por la ingeniería genética y una droga llamada “soma”, los habitantes del “mundo feliz” creado por Aldous Huxley (A Brave New World, 1932). Algunas noticias divulgadas este verano desde la costa atlántica uruguaya sugieren que la sociedad imaginada por Huxley se acerca. Pero, en realidad, el futuro llegó hace rato.

La banalización del sexo y el sentimiento que han amplificado las nuevas tecnologías vienen de antaño. Desde mucho antes del 900 que describió con cariño, nostalgia y compasión el artista Ramón Collazo en su libro Historias del Bajo (1967). Resuena en la risa triste ensordecida por la música en whiskerías y salas de masajes a las que concurren regularmente decenas de miles de mujeres y hombres que ofertan y demandan sexo. Generación tras generación, miles de padres llevan a sus hijos varones a “debutar” en un prostíbulo. ¿Cuántos negocios, despedidas de soltero, títulos universitarios y campeonatos se celebran en whiskerías? ¿Cuántas barras de adolescentes y veinteañeros colman los quecos de Pando los fines de semana? ¿Cuánta infelicidad esconden hombres y mujeres detrás de esas falsas alegrías?

Esas tradiciones ahora son justificadas por los cultores de la nefasta “incorrección política”, que ven mojigatería en cuestionamientos legítimos. Todo el planeta nota esas tradiciones cuando una vedette se vale de su relación laboral con el presidente José Mujica para sugerirle a Marcelo Tinelli que la convoque a “bailar el caño” por televisión, como en los prostíbulos de Las Vegas, Bangkok… y Montevideo. Esas tradiciones se cultivan cual peste en el alma de veteranos explotadores de niñas y adolescentes como Javier Moya y Roberto y Marcelo Rivero. A esas tradiciones las aggiornan los que comparten en las redes sociales imágenes o filmaciones de mujeres desnudándose y de parejas en un momento íntimo, o de sus propias parejas. Esas tradiciones riman con la impunidad. ¿Cómo pasó lo que pasó en el camping de Santa Teresa, custodiado por 133 policías y soldados, dos de ellos acusados de violación? ¿Cómo, a dos semanas de hechos tan documentados, no hay ningún procesamiento? ¿Cómo un ser humano puede presumir que una mujer intoxicada le practica sexo oral a un grupo de hombres en el baño de un camping porque “quiere” y “lo disfruta”? Para descartar esa posibilidad, ni siquiera es necesario ver el video: que se haya filmado y transmitido por WhatsApp confirma el abuso, y quienes lo buscaron, lo vieron y lo retransmitieron volvieron a abusar de ella.

¿Son necesarias leyes de protección de la intimidad, como propone el diputado Carlos Gamou, o debatir la prohibición del comercio sexual, como propone la diputada Daisy Tourné? Capaz, tal vez, no sabe, no contesta. Lo que sí hace falta, y siempre hizo, es que cada cual reflexione un poquito, nomás, cuando está a punto de cruzar la raya entre la “viveza” y la mierda humana.