El período de inmigración masiva que experimentó el país a fines del siglo XIX y principios del XX determinó en el imaginario social la concepción de Uruguay como un país de puertas abiertas.

El recorrido normativo en materia migratoria ha sido breve pero representativo de las coyunturas políticas y de los paradigmas conceptuales en torno a este tema. La primera legislación fue la Ley 2.096 de 1890, que buscaba -debido al déficit poblacional existente- aumentar la inmigración en el país, al tiempo que establecía una abierta restricción para los migrantes no deseados en aquella época: “Enfermos de mal contagioso”, “mendigos” e “individuos que por vicio orgánico o defecto físico [fueran] absolutamente inhábiles para el trabajo, [...] la inmigración asiática y africana y la de los individuos conocidos con el nombre de zíngaros o bohemios” (Acerenza, 2004).

Después de 100 años de vigencia de esa ley, fue aprobada en 2008 la 18.250, que constituyó un paso necesario e impostergable para transitar de una normativa de control policial, abiertamente discriminatoria, a un texto más ambicioso que reconoció por primera vez el derecho a migrar. Además, esta ley supuso la creación de la Junta Nacional de Migraciones, órgano asesor y coordinador de políticas migratorias del Poder Ejecutivo, y del Consejo Consultivo Asesor, conformado por organizaciones vinculadas con la temática.

Más allá de ese significativo avance, a pesar de la voluntad política manifestada en los últimos años por distintos jerarcas en torno al fomento de la inmigración y del desarrollo de planes y programas para facilitar los trámites de residencia, falta aún concretar el funcionamiento efectivo de la Junta Nacional de Migraciones, a efectos de definir una política en la materia y establecer mecanismos que promuevan acciones para prevenir y erradicar la discriminación contra las y los migrantes.

Aunado a lo anterior, es necesario tomar en cuenta que, aun sin que haya intencionalidad o una definición política al respecto, existe el riesgo de que las acciones, medidas, prácticas reactivas u omisiones estatales vayan moldeando y definiendo la política migratoria del país.

Este riesgo puede analizarse concretamente considerando la valoración que harán en los próximos días los ministerios del Interior y de Relaciones Exteriores sobre la posibilidad de exigir visa de ingreso a ciudadanos y ciudadanas de la República Dominicana, en virtud de la posible existencia de una red criminal dedicada al tráfico y la trata de personas de esa procedencia con fines de explotación sexual.

Al respecto surgen dos cuestiones a tomar en cuenta. La primera está relacionada con el impacto que podría tener la exigencia de una visa, en tanto mecanismo de control migratorio, en el modus operandi de una organización criminal que paradójicamente no reconoce fronteras; la segunda está vinculada con el modo en que el tratamiento del tema sin una perspectiva más amplia puede incidir en la construcción de estereotipos y miradas estigmatizadoras con respecto a la inmigración.

Sobre el primer punto, en general, son precisamente las políticas de restricción las que agravan la situación de vulnerabilidad de los inmigrantes, y es en las zonas de exclusión e ilegalidad donde las organizaciones criminales captan más víctimas. El flagelo de la trata y el tráfico de personas trasciende la regulación migratoria. Como muestra la experiencia de diversos países, incluidos Argentina y Brasil, los controles de esta naturaleza sólo contribuyen a la estigmatización y a la generalización del miedo a la inmigración.

Las restricciones asociadas con las políticas migratorias persecutorias son precisamente las que vuelven más vulnerables a los inmigrantes, caldo de cultivo para la explotación, especialmente de aquellas personas que ya sufren diversas discriminaciones por razones de sexo, pertenencia étnico- racial, identidad y orientación sexual, etcétera.

Con estas medidas se excluye por motivos de origen nacional, se culpabiliza a la víctima y se construyen estereotipos en clave de “mal menor”, sin considerar que detrás de la cara visible del fenómeno existen mafias, fronteras -porosas y líquidas-, policías corruptos y oficinas burocráticas predigitales que no logran cruzar datos con la velocidad necesaria e interactuar a tiempo con las oficinas de “inteligencia”, control y vigilancia de otras latitudes. En un marco global se enfrentan dos lógicas contrapuestas, asociadas con la efectividad de las mafias y con las burocracias de los Estados, y la primera se beneficia de la segunda.

Adicionalmente, el segundo punto que conviene poner sobre la mesa es que el abordaje del fenómeno requiere analizar en qué medida las políticas juegan un papel fundamental en la definición de preconceptos sobre las personas provenientes de determinados países. La construcción negativa de la inmigración (esto es, la asociación de la inmigración con la inminencia de ciertas amenazas) tiene impacto en un doble sentido, ya que el miedo del inmigrante y el miedo al inmigrante se construyen mutuamente, contribuyendo a situaciones tales como la guetización y la exclusión.

Reflexionar sobre el modo en que se han construido los sentidos comunes en torno al fenómeno migratorio nos permite dar cuenta de que, a pesar de la percepción que se tiene en Uruguay de la apertura ante la inmigración, es posible que exista una mirada selectiva -de miedo y exclusión- ante los “rostros de la migración” alejados de la estética dominante, es decir los no europeos, el fenotipo no blanco.

Lo anterior resulta relevante si consideramos que “las fronteras se abaten para un tipo de flujos y se alzan aun más fuertes para otros” (De Lucas, 2003), definiendo políticamente las respuestas estatales ante los fenómenos sociales vinculados con nuevas dinámicas poblacionales.

Una vez más, se pone de relieve la importancia de abrir en la agenda política un espacio de discusión sobre las nuevas perspectivas para pensar el fenómeno migratorio. Un abordaje irresponsable del tema contribuiría a desdibujar las enormes potencialidades y riquezas que la migración puede traer a un país como Uruguay.

En un escenario local con una situación demográfica de envejecimiento y baja tasa de natalidad, y en un contexto internacional marcado por una fuerte crisis alimentaria y ambiental, estrechamente vinculada con el problema de la sobrepoblación, parecería sensato que, más que hablar de políticas de natalidad, debatiéramos seriamente sobre la construcción de un política migratoria. Una política que nos demuestre que hemos madurado en los más de 100 años que pasaron desde nuestro primer intento de regulación en este terreno.